Isabel San Sebastián-ABC
- Sánchez le abrió las puertas en el peor de sus muchos dedazos y ahora la pesadilla es real
El enconamiento de la vida pública, el brutal recrudecimiento de la pulsión cainita que habita en el pueblo español tiene un culpable cuyo nombre destaca por encima de cualquier otro: Pablo Iglesias. Él es el principal responsable de la crispación que preocupa a ocho de cada diez ciudadanos, según la encuesta publicada ayer en ABC. Él agita las aguas de la política con sus acusaciones infundadas, sus constantes provocaciones, sus bravatas y su chulería, redobladas estos días a fin de tapar las dramáticas consecuencias de su negligente gestión al frente de una vicepresidencia social que, en el momento más trágico de la pandemia, faltó clamorosamente a su deber de atender las necesidades de las residencias de ancianos. Él ha convertido
el Congreso en un lodazal inmundo; un campo de batalla que no solo niega cualquier atisbo de seguridad a una población atemorizada, severamente empobrecida y angustiada ante un futuro negro, sino que le inspira un rechazo creciente. Él amenaza nuestra convivencia.
El abanderado de la formación morada ya no acaudilla un grupúsculo antisistema acampado a las puertas del Gobierno autonómico de Madrid. No dirige a los okupas aposentados con total impunidad en Barcelona o La Coruña, por mucho que sea su referente «intelectual». El líder de Podemos es, gracias a Pedro Sánchez, vicepresidente del Gobierno de España, lo cual multiplica y agrava la trascendencia de sus acciones. En el terreno internacional, un tipo como Iglesias es sinónimo de desconfianza, sobradamente justificada por los estragos que acreditan sus correligionarios en todo el orbe, lo cual acaba traduciéndose inevitablemente en intereses más altos para el dinero prestado. En el plano doméstico, empieza a salir a la luz el aterrador abandono en que dejó a nuestros abuelos durante todo el mes de marzo, después de reclamar para sí el control absoluto sobre los centros geriátricos. Ni asistencia sanitaria, ni medios humanos o materiales, ni material de protección, ni respuesta a los llamamientos de auxilio lanzados por los gerentes de esos centros, ni nada de nada. Únicamente propaganda y maledicencia. Incapaz de aportar soluciones, Iglesias centró todos sus esfuerzos en desviar la atención de su estrepitoso fracaso, y cuando vio la magnitud que alcanzaba el desastre pasó la «patata caliente» a las comunidades autónomas, en un acto de cobardía imitado después por algún cargo público indigno con la pretensión, esperemos que inútil, de zafarse de la Justicia.
Pablo Iglesias siembra discordia y miseria porque en la miseria y la discordia es donde medran sus siglas. ¿Acaso no dio su salto al estrellato aprovechando la crisis de 2008? Claro que aquella hubieron de gestionarla otros, mientras él y sus acólitos hacían ruido en las calles y envenenaban mentes juveniles en las universidades, beneficiándose a menudo de becas financiadas con nuestros impuestos. Lo suyo no es gobernar, sino destruir, para encaramarse sobre los escombros y ahí perpetuar su poder. Basta ver la dirección a la que ha confiado el partido: una guardia pretoriana de incondicionales suyos (más bien «incondicionalas», puesto que como buen macho alfa se encuentra más cómodo entre mujeres), en la que destaca el nombre de Isabel Serra, condenada a diez y nueve meses de cárcel, multa e inhabilitación por atentado, daños y lesiones a varias agentes del orden durante una algarada destinada a impedir un desahucio legal. La ley no va con ellos. Su concepto de la democracia es meramente instrumental. Pero Sánchez le abrió las puertas en el peor de sus muchos dedazos y ahora la pesadilla es real.