JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO
El autor describe una España imposible en la que ningún líder político parece asumir su responsabilidad de trabajar, dado el mandato de las urnas, por un Gobierno de coalición fuerte con un programa común.
De ahí que el ideal sería cambiar los políticos actuales por otros que tuviesen un nivel más profesional, en todos los sentidos. Pero eso no es posible porque, como señaló Indro Montanelli desde su observatorio italiano, «lamentablemente una clase dirigente no se improvisa». Por lo tanto, no tenemos más remedio que arar con los bueyes que tenemos. Circunstancia que resalta más aún si comparamos a los políticos con nuestros deportistas, los cuales con figuras como Rafael Nadal, los hermanos Gasol, Sergio Ramos, Carolina Marín y un largo etcétera, que han situado a nuestro país en lo más alto del universo deportivo. Esta contraposición, curiosamente, también se da en Argentina, país brillante en los deportes y un desastre absoluto en lo que se refiere a su clase política.
Sea como fuere, la penosa situación en la que nos encontramos no se debe al fracaso de nuestro régimen constitucional, que, por supuesto, no es perfecto y se podría mejorar, sino a la conducta de nuestros políticos, comenzando naturalmente por los dirigentes de los partidos. Para demostrar mis afirmaciones, no puedo hacer aquí un análisis crítico de los últimos cuatro años, lo que exigiría casi un libro, sino que me limitaré, ante el turno de consultas de los representantes de los partidos con el Rey, que empieza hoy, a explorar qué solución es mejor para España, partiendo de la idiosincrasia particular de nuestros políticos, cuyos rasgos negativos más significativos ya señalé al principio.
Como es sabido, la decisión del nombramiento del presidente del Gobierno en un régimen parlamentario como es el nuestro compete exclusivamente al Rey, según indica el artículo 99 CE, el cual propone al candidato que cuente con el apoyo suficiente en el Congreso de los Diputados para obtener su confianza y poder gobernar. Este artículo de la CE es sin duda el que permite que el Jefe del Estado tenga, en situaciones especiales, una mayor autonomía, puesto que en las demás competencias que le reconoce el artículo 62 no tiene margen alguno de discrecionalidad.
Pues bien, una de esas situaciones especiales que he mencionado es la que estamos viviendo en la actualidad, lo que exige una urgente decisión del Rey que nos saque de la parálisis estéril en que estamos inmersos. La razón es que, a diferencia de los años del bipartidismo, no existe una mayoría clara para formar un Gobierno estable y constitucional. En consecuencia, después de las consultas con los representantes de los partidos, no hay más solución que un Gobierno de coalición o convocar directamente las elecciones con el refrendo de la presidenta del Congreso. En principio, parece que el candidato que proponga el Rey sería el actual presidente del Gobierno en funciones, salvo que optase por una persona de la sociedad civil que contara con el consenso del Congreso, lo cual es muy problemático. Por lo demás, el Rey debe proponer a Pedro Sánchez únicamente en el caso de que aparentemente esté dispuesto a formar un Gobierno de coalición, pues no se puede gobernar con 123 diputados y menos aún ante la gota fría política que se nos viene encima. ¿Y, si es así, con quién puede formar un Gobierno de coalición que supere la mayoría absoluta del Congreso en la primera votación?, pues no podemos exponernos a que se nombre débilmente a un candidato con la mayoría simple en la segunda votación.
Por consiguiente, no hay más que dos opciones: la primera, un Gobierno de coalición PSOE y Ciudadanos, con 180 diputados, que es lo que nos hace falta. Y, la segunda, un Gobierno de coalición PSOE, Podemos, más otros 12 diputados por lo menos, del grupo heterodoxo de 38 diputados que está formado por nacionalistas, separatistas, proetarras y regionalistas y cuya composición debería aclarar Pedro Sánchez, si es que se inclina por este adefesio. Así las cosas, parece claro que, hoy por hoy, ninguna de las dos opciones es posible. La primera, porque tanto Pedro Sánchez como Albert Rivera no quieren colaborar a causa de los piropos que se echan el uno al otro, cuando curiosamente hace tres años estaban dispuestos a gobernar juntos. ¿Cuál es la causa original de este odio africano? Yo no lo sé con exactitud, pero creo que todo empezó con la moción de censura a Rajoy, porque la iniciativa de la moción, según Pablo Iglesias, la tuvo él, y Pedro Sánchez la aceptó marginando a Cs. De este modo, Pedro Sánchez dice en su pseudo autobiografía que envió a Rivera un mensaje para hablar de la moción de censura a Rajoy y éste le dijo que hablaran mejor Villegas y Ábalos. A lo que responde en su libro Pedro Sánchez: «Ese mismo día, Rivera empieza a contar a la prensa que yo no lo he llamado porque quiero pactar con los independentistas y romper España. Intoxicación pura y dura. Después de haberse negado a verse conmigo, me acusa de no haberle llamado: el tipo de comportamientos que convierte a las personas en no fiables». No sabemos cuál es la verdad exacta de este embrollo pero, sea lo que sea, es muy fuerte dejarlo por escrito en un libro. Después ya se sabe cómo reaccionó Rivera, llamando «banda» a Sánchez y a sus aliados, así como otras lindezas por el estilo. Conclusión: no es posible este Gobierno de coalición mientras que ambos políticos no se arrejunten otra vez, como dicen los niños.
La alternativa a este Gobierno sería otro formado principalmente por Podemos con el grupo de los heterodoxos. Pero tras rechazar en julio una vicepresidencia y tres ministerios, Pablo Iglesias, a pesar de todas las monerías que hace ahora para que le den un ministerio, aunque sea por una semanita, Pedro Sánchez ya ha dicho, por activa y por pasiva, que no puede hacer un Gobierno de coalición con un partido que se declara republicano, partidario del derecho de autodeterminación y otras sandeces que no caben en la Constitución. Evidentemente, al presidente en funciones no se le ocurrirá plantear un Gobierno de coalición, de colaboración o de conmiseración con el líder de Podemos, que parece haberse salido de sus cabales por lo que dice. Ciertamente, es patético ver cómo le ruega al Rey que interceda por él ante el «déspota» presidente en funciones para que acepte su oferta. Por consiguiente, esta vía tampoco es posible, porque sería pedir al Rey que aceptara un Gobierno claramente inconstitucional, cuando su función primordial es la de ser guardián de la Constitución.
EN SUMA, el verdadero problema que España tiene sobre la mesa es el de acabar cuanto antes con una Gobierno en funciones, que está bordeando todos los días la legalidad con sus actuaciones, como, por ejemplo, enviar barcos de guerra con costosos gastos para nada o tener enmudecida a la oposición, que no puede presentar proposiciones de ley en esta coyuntura nefanda. Pero de lo que no se libra nadie, incluso con buenas intenciones, es de pedir peras al olmo. En efecto, es sorprendente que Rivera demande al Gobierno que aplique el artículo 155 CE en Cataluña, cuando estando en funciones no lo puede hacer, según expone la Ley del Gobierno. La manera de acabar con este Gobierno en funciones lo antes posible es que Pedro Sánchez y Albert Rivera entren en razón, recapaciten en estas horas que les queda para entrevistarse con el Rey, redacten un programa común para llevarlo a la práctica, fumen la pipa de la paz con un poco de modestia y hagan frente, con una mayoría sólida, a lo que ya se avecina. Si esto no se logra con el arbitraje de la Zarzuela, no habrá otro camino que las elecciones, que probablemente ganaría el PSOE sin alcanzar la mayoría absoluta, pero que condenaría a España, mientras no se alcanzase un acuerdo con otro partido, a seguir teniendo un Gobierno en funciones hasta después de Navidad, lo que sería una calamidad para nuestro país.
Sabemos, pues, que el Gobierno está haciendo el paripé, porque quiere claramente (y erróneamente) elecciones ya, pero su comportamiento es como el de aquel que se queda, sin querer, con la cara descubierta en un baile de disfraces.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.