Francisco Marhuenda, LA RAZÓN, 21/10/12
Es cierto que ETA y sus seguidores intentan vender su derrota como si fuera una victoria. Los regímenes y las organizaciones totalitarias, como es la banda terrorista, son muy dados a la propaganda para esconder sus fracasos o manipular a la población, pero la realidad es muy tenaz. Otra cuestión distinta es la existencia de un sector de la población vasca que ha apoyado el terrorismo con su voto en las urnas. Hoy se cumple un año del comunicado en el que ETA anunciaba el abandono de las armas, pero no las ha entregado. El entramado político de la organización ha asumido el protagonismo mientras los terroristas se reservan el control del colectivo de presos y una posición en la retaguardia para intentar el chantaje político en función de cómo evolucione el escenario. La banda ha perdido su capacidad de actuar gracias a la eficacia de la Policía y la Guardia Civil, así como por la cooperación internacional. Hoy es un grupo pequeño con unos pocos activistas en la clandestinidad sin experiencia y sin campos de entrenamiento. ETA nunca ha tenido sentido. Con la llegada de la democracia hubiera sido lógica su desaparición, pero los estertores de la «guerra fría» le beneficiaron y en los «años del plomo» durante la Transición mantuvo su macabra escalada asesina. Los planteamientos ideológicos del grupo, por denominarlos de alguna forma, son un delirio que demuestra tanto su aislamiento como su radicalismo ultraizquierdista.
La única salida de los miembros de ETA es la rendición incondicional, la entrega de las armas y la asunción de las responsabilidades penales por los delitos cometidos. No existe otro camino en el Estado de Derecho. Ni hay ni puede haber generosidad con los delincuentes. Es algo que nunca han entendido o no han querido entender. No hace tanto tiempo pretendían negociar directamente con el Ejército, como si fuera un poder del Estado, o ahora con los gobiernos español y francés, como si hubiera algo que negociar. ETA siempre ha intentado politizar e internacionalizar el conflicto como si existieran dos partes confrontadas. No lo ha conseguido, porque tras la caída del Muro de Berlín y el fracaso del comunismo los vientos de la Historia soplaban en su contra. La puntilla final vino con los terribles atentados del 11-S. Es cierto que nunca tuvo sentido, pero en ese periodo acabó por quedarse sin aliados. La URSS y sus satélites jugaban a la desestabilización de las democracias occidentales y apoyaban a los grupos terroristas.
No hay que confiar en los comunicados o las declaraciones de ETA. No hay nada que asegure que no pueda cambiar de idea en función de sus intereses. En cualquier caso, serían los estertores de un grupo que está acabado. A la miseria humana que son los terroristas hay que añadir la situación real en que se encuentran y la impericia de sus integrantes. A estas alturas es evidente que el horror que han causado durante décadas no les ha servido de nada. La superioridad moral de la democracia ha sido la mejor arma para acabar con ETA. No han sido necesarios atajos, como alguna vez se intentó, sino reformar las leyes, fortalecer la cooperación internacional y apoyar la actuación de la Policía y la Guardia Civil. La ley de Partidos fue un instrumento de enorme eficacia y la decisión del Tribunal Constitucional, que acato pero no comparto, fue un enorme error cuyos fundamentos jurídicos son bastante cuestionables. No hay que mancharse la toga, y la posición del Tribunal Supremo tendría que haber sido refrendada por un tribunal que en ocasiones es más político que jurídico. Ahora no se puede hacer nada, pero sí mantener la presión sobre ETA, como está haciendo el Gobierno de Rajoy con enorme eficacia, y meter en la cárcel a ese grupo de delincuentes desalmados. Por otra parte, siempre he sentido que nuestra legislación penal fuera excesivamente blanda, por influencia de las obsesiones de una izquierda excesivamente preocupada por la reinserción, y que los etarras hayan tenido condenas demasiado blandas. Es otro aspecto que no comparto aunque hay que acatarlo.
Francisco Marhuenda, LA RAZÓN, 21/10/12