José Varela Ortega, EL IMPARCIAL, 17/7/11
Confieso que tengo debilidad por los perdedores. Quizá sea porque mi abuela Rosa me pedía que la acompañara todos los años a visitar a doña Dolores Cebrián, la viuda de Besteiro -persona que infundía enorme respeto en las dos ramas de mi familia y tan injusta como tempranamente relegado a la muerte en la cárcel insalubre de Carmona. Los héroes caídos se humanizan -nos explica Sófocles en su “Ayax”- porque aprenden que el margen entre el éxito y el fracaso es, con frecuencia, fruto de lo aleatorio. Y se tornan comprensivos, puede que iluminados, como escribía Esquilo “por aquel dios que hace de los mortales, en su desgracia, señores de la sabiduría”. Por eso me interesa mucho más el Azaña de la “paz, piedad y perdón” (1938), que el omnipotente señor del poder que sentó a Ángel Herrera a contraluz, “sin querer entender”, en su infinita soberbia —me decía hace muchos años don Manuel García Pelayo- que “enfrente suyo tenía a media España”.
Dejando a un lado las debilidades personales, hay razones más objetivas para preocuparse por los socialistas caídos. A diferencia del turno al trono de la Tebas mítica, pactado entre Eteócles y Polinices, y cuya ruptura está en la base de la tragedia de Esquilo, en la España actual y real, la alternancia no está estipulada. Afortunadamente. Por eso, es libre y democrática. Sin embargo, no es menos cierto que la historia electoral española, por las razones que fueren, presenta un perfil bipartidista desde tiempos inmemoriales que invitan al consenso en temas de Estado y exigen el respeto a la alternancia. En las tres décadas largas de la presente democracia, más de tres cuartas partes del voto se reparten entre dos grandes formaciones, de centro-derecha y centro-izquierda.
Con estos datos, e independientemente de colores y preferencias, la necesidad de un Partido Socialista fuerte y centrado para un funcionamiento equilibrado del sistema no necesita mucha demostración. Y es el caso que, a estos efectos, los datos son tremendos. Desde que existen series electorales en España -y va para dos siglos- no hay registro de que el partido representante de la izquierda haya perdido en prácticamente todas las capitales de provincia y en casi todas las ciudades de más de 250.000 habitantes. En suma, el PSOE ha sido barrido en los principales centros urbanos del país: Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao, Zaragoza y Coruña. Ha perdido en las ocho capitales andaluzas y en todas las Comunidades donde ha habido elecciones, hasta en Extremadura. Sólo pactando con terceros podrá salvar algunos gobiernos. Un análisis desagregado del voto magnifica la catástrofe. Así, por ejemplo, en Madrid, los socialistas han sufrido su mayor sangría electoral en el cinturón industrial de la Comunidad: en Fuenlabrada, Getafe, Móstoles, Alcorcón, Alcalá y hasta en Parla, la ciudad de su candidato a la Comunidad, Tomás Gómez. Es curioso, pero pareciera que el señor Zapatero ha convertido la “Aurora Roja” de Baroja en crepúsculo. Recordemos que un terremoto de menor intensidad en la escala electoral dio al traste en 1931 con una monarquía milenaria.
¿Crisis?: una explicación necesaria pero no suficiente. Es muy probable que cualquier gobierno hubiera padecido un severo castigo como efecto electoral de la crisis. Pero un terremoto de las proporciones que ha desbaratado al Partido Socialista presenta un saldo electoral tan catastrófico que, cuando menos determinados rubros, hay que ponerlos en la cuenta del señor Zapatero. Es verdad que la burbuja inmobiliaria y un mercado de trabajo trabado y rígido, heredado de tiempos corporativistas del franquismo, nos dejaba particularmente expuestos. Pero no es menos cierto que los fundamentos de la economía española estaban entre los más sólidos de Europa, al punto que nuestra posición no debería haber sido muy distinta de la de Francia y otros países centrales. Rehusar la adopción de medidas contracíclicas, incrementando el superavit en los largos años de bonanza, fue un error; pero afirmar ya entrado el 2008 que «la crisis era una falacia” y que íbamos “a seguir creando empleo y teniendo superávit», fue una irresponsabilidad catastrófica que condujo a políticas voluntaristas y equivocadas que no hicieron sino ahondar la crisis, hasta sumirnos en un déficit evitable pero inmanejable. Porque es el caso que el señor Zapatero pasó de un superavit en torno al punto y medio, a un déficit de cercano al 12%: ¡más de trece puntos en menos de dos años! Así pues, aunque tenga explicación, tiene escasa legitimidad esconderse detrás de la crisis.
Por otra parte, la cuenta electoral del señor Zapatero no se agota en el capítulo de su desastroso manejo económico. Porque es el caso que, desde hace ocho años, hemos vivido en un tiempo raro y oscuro, cargado de sinergias negativas e impulsado por políticas de confrontación, más propias del radicalismo de los años treinta que de una socialdemocracia del siglo XXI. En el trance de escribir estas líneas, en la España de los cuatro millones y pico de parados, resulta que la preocupación del Gobierno consiste en exhumar el cadáver de Franco, cuando a una parte sustancial de los españoles que vivimos aquel tiempo pasado y peor, lo único que nos tranquilizaba era precisamente la seguridad de saber enterrado al despiadado general. Esperpéntico. Y, en este sentido, nadie —fuera de los especuladores del poder- le ha pedido al señor Zapatero que actúe de Antígona, en un país donde no hay Creontes, porque nadie se opone a que se rescaten de campos y cunetas restos de gentes vilmente asesinadas hace más de setenta años para que sus deudos les den honorable sepultura, sin que, para tan piadoso menester, hiciera falta resucitar la Guerra Civil, provocando una guerra de esquelas. Del mismo modo, para darle otra vuelta de tuerca a la legislación que regulaba la interrupción del embarazo, tampoco hacía falta introducir una disposición que pretendía que adolescentes menores de edad, y que para viajar entre Barcelona y Madrid necesitan permiso paterno, puedan abortar sin él. No hacía falta, en efecto, salvo que se buscara provocar, tensionar y crispar, como catalizador de un voto radical que tan buenos réditos produjo en las elecciones de 2004. Un voto radical, rentable en el contexto traumático del atentado de Madrid, pero marginal, si nos reconciliamos con la realidad estadística de que, en la democracia española actual, las elecciones se disputan en el centro y se ganan con el voto moderado. Por eso, las está perdiendo el señor Zapatero.
A mayor abundancia, hay otro dato estremecedor, y no sólo desde un punto de vista socialista, sino aún medido con vara del Estado. Desde hace más de un siglo, el baluarte españolista —y, en buena medida también, constitucional- en Cataluña y en el País Vasco estaba en el voto de izquierdas: precisamente ese voto que ha dilapidado la política pro-nacionalista e identitaria del señor Zapatero. Se trata de un registro de enorme trascendencia para la articulación del Estado pero que además desmonta una vez más la coartada a la que se agarra el señor Zapatero para explicar el tsunami que ha arrasado con su política. En efecto, mala demostración tiene la crisis como causa de la política nacionalista del señor Zapatero. Si acaso, la crisis —al menos, la electoral- es la consecuencia de una decisión voluntaria y gratuita del político leonés.
Hace casi seis años interpreté la extracción con forceps del Estatuto de Cataluña que obró el señor Zapatero haciendo de comadrona de Artur Mas, rival de su propio partido, como un radical bouleversement des aliances. Un cambio de socio constituyente, de gran alcance, cuyo objetivo estratégico consistía en rehacer el planetario político con nacionalistas y secesionistas, para romper el modelo de consenso constitucional de 1978 entre izquierda y derecha. La ocurrencia buscaba expulsar al centro derecha, no ya del poder -que es la obligación del PSOE como partido mayoritario de la izquierda- sino del sistema, que es cosa de naturaleza diversa: en definitiva, una penúltima edición del monopolismo de partido. Esta nueva puesta en escena, en libreto Zapatero-Blanco, del infausto ritornelo -causa de todas nuestras desdichas, que decía Cánovas- ha sido más bien una variante de la hiper-legitimidad, estilo izquierda republicana: el ensueño de “la mayoría natural”. Digamos, que una suerte de azañismo con setenta y tantos años más —aunque setenta mil lecturas menos en la cabeza.
Aquel insólito viraje de la izquierda hacia un arcaísmo nacionalista radical tenía, pues, su coartada, pero —afirmé entonces- también su costo. Aparte de la carga insoportable para la estabilidad del sistema, dinamitar principios produciría —me atreví a predecir en el momento estelar del señor Zapatero- daños irreversibles en el cerebro ideológico de la izquierda. Porque, en estas capitulaciones morganáticas con el nacionalismo, la izquierda iba a dejarse algo más que plumas de su identidad programática. Se vaciaría de contenido ideológico, pinchando en hueso filosófico. Y eso no era algo que se remendaría en un chalaneo de porcentajes. “Un discurso tal —escribí en aquella ocasión- más interesado en la identidad que en la semejanza; centrado en etnias, en lugar de la humanidad; en el nacionalismo, antes que en el internacionalismo; que trafica igualdad por privilegio; que traduce diferencia cultural en desigualdad socio-política, confundiendo el derecho a la diferencia con la diferencia de derechos; que promueve derechos históricos a costa de los individuales; que habla de territorios, en vez de ciudadanos libres e iguales; que, en lugar de exigir el derecho a la igualdad, calcula balanzas fiscales que no impuestos individuales y progresivos…Un discurso así, en suma, licuará la izquierda. Lo que en aquella derrota amenazaba naufragio —advertí alarmado- era el futuro de la izquierda española. Puede que tras algunos éxitos electorales. Dentro de algunos años, quizá. Pero por mucho tiempo después”.
Pues bien, así ha acontecido. Los ciudadanos ya le han preguntado al señor Zapatero por sus ahorros y sus trabajos y han emitido un veredicto electoral demoledor al respecto. Es hora ya que los militantes socialistas le pidan cuentas de sus votos y de a dónde lleva a un partido centenario, vital para la vertebración de España. Y los ciudadanos en general, no sólo los socialistas, hemos de preguntarnos con preocupación cómo ha sido posible que haya pasado los filtros de los González, Guerras, Solanas y Almunias, para terminar por presidir el Gobierno de España, un personaje de tan corta talla y escasa entidad que nunca hubiera superado las pruebas de acceso en una empresa de reducido tamaño, o la oposición a un cuerpo medio de la Administración, o a una universidad modesta. Parece llegado, pues, el tiempo que el señor Zapatero siga el ejemplo de su homólogo portugués y, en lugar de “esconderse tras la crisis”, abandone, con el Gobierno, la Secretaría General del Partido.
José Varela Ortega, EL IMPARCIAL, 17/7/11