Felipe Benítez Reyes-El Correo
- Si Belarra fuese embajadora ante Rusia tal vez acabaría la guerra y Putin aprobaría una ley trans
Según Putin, en Occidente tenemos dos diversiones: practicar con impunidad la pedofilia y obligar a los curas a celebrar matrimonios homosexuales. Aparte de eso, da por hecho que lo que de verdad nos gustaría es destruir Rusia, deseo prevalente de cualquier occidental desde que abre los ojos por la mañana: «Apreciados vecinos, ayer destruimos Volgogrado y la semana próxima haremos una excursión para destruir Novosibirsk», se supone que anuncia el delegado del Gobierno en Almería, pongamos por caso, mientras que el alcalde de Múnich firma un bando en que incita a la destrucción de Saratov o de Ekaterimburgo, según le pille el día. Da la impresión de que quien no tiene interés en destruir nada es el propio Putin, y tal vez por eso ha anunciado el incremento de su arsenal nuclear.
La ventaja de poner al mando de un país a un chulo barato es que todo suena a épica, y ya sabemos que la épica se vende bien entre los hechizados por los patriotismos irracionales: apelas a la patria y ya vale todo, en parte porque la palabra «patria» no solo es polisémica, sino que además no significa nada en concreto: lo que cada cual interprete. A la carta. La sofística tampoco podía quedar al margen: según Putin, Rusia no empezó la guerra en Ucrania, sino que la culpable es Ucrania por defenderse de la invasión rusa. Ya no sabe uno, en fin, si Putin, aparte de un delincuente, es un idiota infantilizado o un cínico resabiado, aunque, al tratarse de cualidades compatibles y acumulables, cabe la posibilidad de que sea un poco de todo.
Nuestra ministra Belarra lleva reclamando desde el principio de la guerra que se opte por una solución diplomática, ya que el envío de material bélico a Ucrania solo consigue prolongar el conflicto. Tiene razón: sin la ayuda internacional, a estas alturas la guerra hubiese terminado y la bandera rusa ondearía hoy en Ucrania, a la espera -quién sabe- de poder ondear mañana en Estonia o incluso en Finlandia, en el caso de que los rusos más delirantes renuncien a su sueño grandioso de trasladar la frontera euroasiática a la costa atlántica portuguesa. Pero sí, cómo no: la diplomacia, aunque razonar con Putin sea algo parecido a discutir en una reunión del bloque con ese vecino que, en vez de votar a favor del arreglo de los tendederos, se empeña en acondicionar en la azotea una pista de aterrizaje para las naves extraterrestres. De todas formas, la diplomacia ‘flower power’ es una opción. Si la ministra Belarra fuese nombrada embajadora de la UE ante el Kremlin, tal vez acabaría de inmediato con la guerra. Incluso podría aprovechar para convencer a Putin de que apruebe en Rusia una ley trans y de que subvencione a los colectivos LGTBI. Seguro que algo consigue.