La epidermis del señor juez

 

El presidente del TC debería preguntarse por qué se cuestiona su independencia. El Tribunal lleva camino de convertirse en una institución altamente arbitraria, que revisa a su gusto los criterios legales de todos los demás tribunales alegando que solo él es capaz de la ponderación adecuada de unos valores inconcretos.

Al actual presidente del Tribunal Constitucional se le eriza la piel cuando oye a alguien cuestionar la independencia de sus magistrados. Porque tal independencia es sagrada, dice, y cuestionar lo sacro es por definición un acto obsceno. Altisonantes palabras, procedentes de una persona que ha hecho larga carrera en el corazón del Estado (presidente del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Supremo, del Tribunal de Cuentas y ahora del Tribunal Constitucional) y que, por ello, se supone que conoce bien y desde dentro su funcionamiento. Pero palabras que son también un tanto hueras a estas alturas.

La independencia de los jueces es una condición abstracta que se proclama en la ley como un axioma de partida imprescindible para el sistema. Pero es también algo concreto, una condición real que los propios jueces y tribunales tienen que ganarse día a día. ¿Cómo? Muy sencillo: ejercitándola. No se es independiente porque lo proclame la ley, sino que se es independiente actuando con libertad de criterio. Y pareciéndolo, que también cuenta.

El presidente del Tribunal Constitucional no debería indignarse en público porque se cuestiona su independencia, sino preguntarse cómo es posible que suceda tal cosa en 2011. Debería reflexionar en el por qué y el cómo de un hecho sociológicamente implacable: que la mayoría de los ciudadanos creen que esos magistrados no son independientes. Y debería reflexionar sobre qué puede hacer para detener una deriva que parece, por lo visto hasta ahora, imparable, y que conduce al final al vaciamiento de sentido del órgano de control de la constitucionalidad. El presidente no debería quejarse de que el contenido de sus sentencias sea casi siempre predicho en los medios con el burdo método de contar los jueces propuestos por uno u otro partido (esa infame clasificación de «conservadores» y «progresistas»), lo que debería preocuparle es el hecho de que esa predicción acierta siempre.

El Tribunal Constitucional es hoy una institución carente de la aureola de prestigio casi sagrado que debería poseer en un Estado de derecho. Pero lo grave no es eso; lo grave es que esa aureola la poseyó efectivamente en sus primeros años. Lo terrible es que ninguna otra institución de nuestra democracia se ha desgastado tanto como el Tribunal Constitucional, precisamente porque ninguna arrancó de un nivel tan alto de prestigio. Otras instituciones (el gobierno, la monarquía, las fuerzas armadas, los partidos) no tuvieron esa fortuna, nacieron contrahechas y sospechosas porque heredaron cargas históricas de prejuicio y desconfianza popular; pero el Tribunal Constitucional nació libre de mácula, comenzó su andadura desde el cénit. Por eso es dramática su curva evolutiva.

Cierto que gran parte de la culpa de lo sucedido la tiene la bulimia sectaria de los partidos políticos, que en lugar de respetar al tribunal han decidido utilizarlo como tercera cámara en su pugna política y, para ello, lo han colonizado. Por eso es especialmente repugnante que sea el Partido Popular quien cuestione ahora una independencia que ha sido el primero en destruir con fruición. Cierto también que los mecanismos de selección de los magistrados son manifiestamente mejorables. Pero, al final, guste más o menos, hay una verdad que se impone: si los partidos políticos mediatizan a los magistrados del tribunal ello se debe, también, a que los magistrados se dejan mediatizar. Porque a nadie se le impone ese cargo. Hay demasiados «juristas cortesanos» en nuestro país dispuestos a entrar en la «carrera de los honores» a pesar de saber muy bien cuál es el precio de esa carrera aquí y ahora.

«El Tribunal Constitucional español ha adoptado, conscientemente, un comportamiento que pone en cuestión la razón última de su existencia». No lo digo yo, sino que lo escribía hace dos años Pedro Cruz Villalón, que fue presidente de ese mismo Tribunal. Y la razón no está tanto en casos como el de Bildu, cuya decisión es perfectamente asumible para un observador imparcial, sino en el abuso de la deferencia hacia el Gobierno que muestran sentencias como la del Estatuto de Cataluña, que llegan a torcer el más sencillo sentido común para poder concluir lo que el Gobierno deseaba, o lo que los magistrados pensaban que deseaba.

Es sintomático que esos mismos magistrados, tan deferentes y obedientes por un lado con sus patrocinadores, se hayan vuelto por otro unos verdaderos tiranos para con todos los demás tribunales. Usando y abusando de la doctrina neoconstitucionalista, y sobre todo del método de la llamada «ponderación de valores y principios», el Tribunal Constitucional lleva camino de convertirse en una institución altamente arbitraria, que revisa a su gusto los criterios e interpretaciones legales utilizados por todos los demás tribunales alegando que solo él es capaz de efectuar la ponderación adecuada de unos valores inconcretos. Como decía el profesor García Amado, «solo él posee el ‘ponderómetro’» capaz de determinar lo que se ajusta o no a la Constitución, y no lo comparte con nadie. Con lo cual terminan por confluir en esta institución las dos notas típicas de quienes carecen de autonomía crítica: deferencia hacia arriba, prepotencia hacia abajo.

Mal pronóstico tiene el caso, señor Pascual Sala. Porque aunque usted no quiera enterarse, lo que está pasando afecta a cuestiones mucho más importantes que su epidermis.

José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 13/5/2011