Volver a empezar

Tras el 22-M, se extenderá con fuerza, por el resultado electoral de Bildu, una pantanosa grisura en la vida pública vasca; no habrá diferencia entre los asesinados y los asesinos, entre los defensores de la ley y los que la han burlado; el lehendakari se encontrará con mayores dificultades para que la normalidad política se instale en el País Vasco.

El ser humano realizó el primer esfuerzo sistematizado dirigido a encontrar explicaciones a los fenómenos de la naturaleza en la Edad Antigua. El resultado es una variada y policromada mitología que los romanos hicieron suya en gran parte. Si quisiéramos relacionar alguno de los dioses, semidioses, humanos divinizados o dioses humanizados con la historia de nuestro país, nos toparíamos, sin gran esfuerzo, con Sísifo.

El personaje se ve castigado por su malicia -aunque también por su inteligencia- a cargar una pesada piedra por una inclinada ladera. La maldición provoca que la pesada carga caiga rodando antes de llegar a alcanzar la cima. Así, se verá obligado a empezar eternamente.

De la misma forma, contemplamos cómo, y no en pocas ocasiones, los españoles hemos sido incapaces de solucionar nuestros problemas. Si la historia de nuestros países vecinos es un proceso de progreso continuo -con los intervalos y paréntesis que queramos. La Historia es un camino zigzagueante- hasta finales del siglo XX, cuando los europeos occidentales empiezan a temer que ellos y sus hijos pueden vivir peor que sus padres y abuelos; en nuestro caso, particular y poco canónico, han sido frecuentes los retrocesos, las vueltas atrás.

Para quienes tienen una formación cinematográfica, sin los mínimos rudimentos de la cultura clásica, situación que no es incompatible, pero sí poco frecuente, podemos recordarles también la película titulada El Día de la Marmota. En ella, el protagonista vive continuamente el mismo día, dándose cuenta de tan extraordinaria experiencia progresivamente, hasta que el amor le exorciza del maleficio.

Esa característica de nuestro pasado, relevante a mi juicio, tiene mucho que ver con la forma cuasi-religiosa, desde luego trascendente, de ver nuestra vida pública. Las frecuentes guerras civiles en el siglo XIX, la terrible contienda del 36, los golpes militares o pronunciamientos no son más que el angustioso intento de conseguir regímenes perfectos; de acercar el cielo a la tierra; de lograr aquí también la felicidad, aunque sea a la fuerza. Este impulso, a la vez religioso y autoritario, nos hace impugnar el todo, Estado o Nación, por los defec- tuosos funcionamientos de alguna de las partes.

Recuerdo con frecuencia, porque dibuja muy bien nuestro carácter, la conversación de un corresponsal de guerra extranjero con un campesino durante la guerra del 36:

– Y usted, ¿por qué lucha?- le pregunta el periodista- ¿Por la República?

-¡No!, yo voy a la guerra para salvar a la humanidad.

No solucionamos los problemas según se presentan ni por su importancia. ¡No!, los acumulamos hasta que su masa crítica es suficiente para justificar nuestra vuelta a empezar.

Progreso español al margen de la razón

Me caben pocas dudas sobre el progreso de nuestro país durante estos últimos 30 años. Hemos dejado a nuestras espaldas tendencias atávicas a la irracionalidad, impulsadas por la pasión, visiones mitológicas impuestas por la religión o por ideologías modernas que se difundían por la fuerza y no por la razón, nos hemos dotado de mecanismos democráticos para solucionar los conflictos sociales pacíficamente? Podemos sentirnos orgullosos de la evolución, pero, de vez en cuando, vuelve a reaparecer esa maldita incapacidad para solucionar las incógnitas que se nos plantean recurriendo en el ámbito público a la razón, a las ideas, a los discursos o a los proyectos.

Durante más de tres décadas, la banda terrorista ETA ha golpeado sin misericordia alguna a la sociedad española. Mientras esto sucedía, los dirigentes políticos discutían sobre la forma más eficaz de conseguir la paz. Unos apostaban, sin ambages, por la negociación política con los terroristas.

Una parte de este primer grupo, los nacionalistas, lo hacía condicionado por sus intereses partidarios: una negociación política siempre les acercará más a sus objetivos últimos; otros porque consideraban al Estado incapaz de derrotar a ETA, y no pocos han creído que la transacción política con la banda terrorista permitiría no sólo vivir en paz, sino también mejorar y perfeccionar el resultado de la Transición Española.

El bando opuesto -en España siempre existen dos bandos: dos toreros sobre todos los demás que desatan pasiones; dos ciclistas que aglutinan el fervor de los aficionados, dos futbolistas?, hasta tal punto necesitamos siempre dos referencias personales que muchos consideran que Ortega y Gasset no era el apellido de un gran filósofo, sino dos personas distintas- apostaba por la derrota de la organización terrorista confiando plenamente en el Estado de Derecho y las Leyes.

Espejismo de la segunda opción

Todo indicaba en los últimos tiempos que había prevalecido de manera incuestionable la segunda opción. El fracaso del proceso de paz de la legislatura anterior y, sobre todo, el éxito de la estrategia para la derrota de la banda, desarrollada de acuerdo con la mayoría de los partidos políticos durante los tres últimos años, avalaba la confianza de la sociedad en esta apuesta, pues había logrado llevar a los terroristas a una actividad crepuscular. Para que esta estrategia consiguiera culminar con éxito su objetivo, era imprescindible que el entorno político etarra no accediera a las instituciones si no era cumpliendo una de estas dos exclusivas y precisas condiciones: la desaparición de la banda o la separación, clara e inequívoca, de su entorno de la lucha armada.

Muchos creímos que esta vez sí. Que esta ocasión era la definitiva. Pero el Tribunal Constitucional, con influencias externas o basado en la libérrima capacidad de sus miembros para decidir, ha considerado que no podía ilegalizar el simulacro construido alrededor de la coalición Bildu.

No enjuiciaré a los integrantes del Tribunal Constitucional que apoyaron la legalización de Bildu. Ni siquiera me aproximaré a las descalificaciones que sufrió en su día la alta instancia constitucional por la sentencia sobre el Estatuto catalán, y menos gastaré tiempo e inteligencia en buscar formas y maneras de devaluar, obstruir o burlar la fuerza de la sentencia, como sí se hizo, por cierto, por parte de dirigentes políticos de gran relieve en el caso referido. Me detendré en las consecuencias políticas y sociales de la decisión incondicionada del Tribunal. Parece evidente que con esta resolución la derrota de la banda terrorista se aleja considerablemente y queda fortalecida la opción de la negociación política.

La presencia en ayuntamientos y diputaciones de los coaligados ilusionará a los que no ven otra manera de conseguir la paz. Esta derrota, por lo menos temporal, de la exitosa estrategia de estos últimos tres años, impide, por otro lado, un relato basado en la Justicia, el respeto a la ley y moralmente reivindicativo a favor de las víctimas y de quienes han defendido la libertad en el País Vasco, haciendo imposible a corto plazo un rearme ético de la sociedad vasca.

Por el contrario, después del 22 de mayo se extenderá con fuerza incontenible, debido al excelente resultado electoral que obtendrá Bildu en las urnas, una pantanosa grisura en la vida pública vasca, no habrá diferencia entre los asesinados y los asesinos, entre los defensores de la libertad y los liberticidas, entre los defensores de la ley y los que la han burlado, no siendo despreciable el incremento de las dificultades con las que se encontrará el lehendakari, Patxi López, y sus apoyos parlamentarios para conseguir que la normalidad política se instale defi- nitivamente en el País Vasco.

Estuvimos a punto de lograr un final de ETA ejemplarizante política y moralmente, pero una vez más nos vemos obligados a bajar por la ladera, coger la piedra y encarar la lejana cima desde el valle? En fin, volver a empezar . ¡Qué triste! ¡Qué aburrido! ¡Qué lástima!

(Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad)

Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 13/5/2011