La estatua del Palace

ABC 10/06/14
IGNACIO CAMACHO

· El dandismo de vivir en el Palace le otorga a Duran Lleida, o eso piensa él, una estética de diplomático de entreguerras

Hubo un tiempo, narrado por el maestro Leguineche en un libro inolvidable, en que una parte de la Historia se cocía en el refinado microcosmos de los grandes hoteles de lujo, llenos de secretos susurrados, romances peligrosos y pactos de Estado urdidos a media voz entre decorados artnouveau. Esa mística de etiqueta glamourosa se ha diluido en la nostalgia memorial de vestíbulos alfombrados y en una clientela de jeques, altos ejecutivos, millonetis en bermudas, algún narcotraficante sudamericano y futbolistas en chándal. Los periodistas casi no viajan; los espías, que antaño fueron huéspedes de leyenda de sus alcobas y salones, hace tiempo que prefieren reunirse con sus contactos en discretas cafeterías del extrarradio. Y los políticos ya solo los frecuentan para algún desayuno-tertulia patrocinado; no están los tiempos para que el electorado descontento los pille saliendo recién duchados de un cinco estrellas. Salvo que se llamen Josep Antoni Duran Lleida.

Duran, un hombre elegante y cosmopolita, tiene desde hace tiempo fijada su residencia laborable en el Palace, un gesto de dandy que desafía el populismo en boga y le otorga, o eso piensa él, un cierto rango estético de diplomático de entreguerras. Porque más que un diputado tiende a considerarse una especie de embajador catalán en Madrid, un puente áereo unipersonal, un cónsul parlamentario que bajo la centenaria cúpula de colores –diseñada por un arquitecto barcelonés– muñe alianzas tácticas de lo que Mas llamaría buen «vecinazgo». Para otros asuntos de índole mercantil el establishment catalán cuenta en la capital con los expertos oficios de Miquel Roca, que tal vez sea lo que Duran quiere ser de mayor; ambos personajes, tan parecidos, representan ese estilo de política discreta y componedora que en vez de ejercer el poder se preocupa de cultivar la influencia.

Sucede que la tensión soberanista le ha achicado el campo al líder de Unió hasta amenazar con convertirlo en una suerte de apátrida político, visto con idéntica y desdeñosa desconfianza en Madrid y en Barcelona. Por eso cada cierto tiempo surge, o él divulga, una tentativa de abandono que refuerza su aura de habitante incomprendido de un limbo posibilista, de una tierra de nadie en la que se marchita el ficticio idealismo de la tercera vía. Sus críticos sospechan que si algún día deja de amagar renuncias se dedicará al engrase de relaciones sin cambiar de suite porque como dirigente de moqueta le falta pujanza para encabezar en Cataluña un proyecto de nacionalismo sensato. Su problema actual, sin embargo, consiste en que esa incomodidad desubicada e irresuelta se ha vuelto tan cansina que acabará resultando irrelevante, y que cuando deje de cruzar la carrera de San Jerónimo lo puede convertir, como el Pessoa de mármol de la lisboeta A brasileira, en una estatua de sí mismo sentada en el jardín de invierno del Palace.