EL CORREO – 01/03/15
· La Universidad de Deusto documenta el tormento de los chantajeados con entrevistas a 60 víctimas, que repasan el dilema ético entre pagar o no pagar.
Cuando Mikel, nombre ficticio de un empresario vasco, vio en la carta la firma de Euskadi Ta Askatasuna se sintió morir. Las personas chantajeadas por ETA confiesan que la maldita misiva tiene el mismo impacto emocional que «cuando te dicen en un informe médico que sufres una grave enfermedad». Un mal llamado ‘impuesto revolucionario’ que ha desguazado la vida a más de 10.000 vascos desde los años setenta, según estimaciones de diversos estudios, pagasen o no al final el precio por su vida y la de los suyos. Ayudasen o no a financiar el amonal o la bala de otra víctima, el tormentoso dilema entre ceder y no ceder a la extorsión ha permanecido hasta ahora bajo un manto de silencio, oculto en las tinieblas del sentimiento de culpa.
La angustia de los extorsionados es todavía tan grande que muy pocos se atreven a salir a la luz para recordar cómo empezó todo. Y, lo peor en muchos casos, cómo acabó. Un equipo de investigadores, coordinado por el Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto, ha logrado que algunos de ellos relaten su experiencia en un ambiente de máxima confianza y celo para preservar su anonimato, protegido con un código cifrado. El recuerdo es aún doloroso, lleno de peligros.
De hecho, apenas un tercio de las víctimas con las que ha contactado el grupo profesional ha accedido finalmente a hablar. Los expertos lograron comunicarse con más de 200 personas marcadas por la banda terrorista, pero sólo 60 se prestaron a ofrecer su relato en entrevistas personales en profundidad. Cara a cara con los tormentos de su pasado, sus testimonios dan cuerpo y sentido al proyecto ‘La extorsión y la violencia de ETA contra empresarios, directivos y profesionales’, promovido inicialmente por el colectivo de reflexión Bakeaz, ya desaparecido. Con el impulso ahora de la Universidad de Deusto, el trabajo ahonda en el acoso que supuso el chantaje y en sus consecuencias para la convivencia democrática y la actividad económica en Euskadi.
La investigación analiza la extorsión, el pasaje sociológico menos debatido de la vulneración de los derechos humanos, desde diferentes perspectivas: histórica, económica, política y ético-jurídica. Esta última es la parte más avanzada de un trabajo que repasan sus autores en un encuentro con EL CORREO: el profesor emérito de Ética de la Universidad de Deusto Xabier Etxeberria; el jurista José María Ruiz Soroa; la coordinadora y doctora en Ciencias Políticas Izaskun Sáez de la Fuente; y el también coordinador y promotor de las entrevistas Josu Ugarte.
Derecho a la reparación
Su conclusión es clara. Pagasen o no, con independencia de su pasado y de su reacción ante el chantaje, todos los extorsionados son víctimas y, como tales, merecerían ser reparadas. En todos los sentidos, económica y moralmente; hasta en recuperar el dinero que se vieron forzados a entregar a la banda, pese a que ésta lo utilizara luego para «dar caña» a otros compañeros o vecinos. Y aunque pagaran en negro. Todo un debate pendiente ahora que Euskadi se conjura para consolidar la paz tres años después del cese «definitivo» de ETA.
El análisis de los investigadores, elaborado gracias a los testimonios de los chantajeados, permite reconstruir con retazos de todos ellos la historia que les cambió la vida. Como la de Mikel, ese empresario que a principios de los ochenta, años de lucha obrera y de asentamiento de una democracia aún débil, se encontró con la maldita carta al levantar la persiana de su empresa. Al leerla, sintió la presión en su nuca. Euskadi Ta Askatasuna le comunicaba lo siguiente: «Sobre la base real de la explotación de sus trabajadores, usted viene acumulando toda una serie de beneficios que contribuyen al poder represivo del Estado español». ETA le exigía «una ayuda económica» y no se lo podía quitar de la cabeza.
«¿De dónde habrá venido la carta?», se preguntaba, viendo que su vida había sido espiada. Conocen su nombre, su lugar de trabajo, quizá dónde vive, su familia… Comienza a desconfiar de todo. Incluso de esos conocidos del pueblo al que va de vacaciones y donde recientemente ha levantado una casita de veraneo. «¿Qué?, te va bien, ¿no?», le decían en el frontón.
Suspicacias que ayudan a entender por qué las clases acomodadas en Euskadi nunca se han distinguido por hacer ostentación, pese al tirón de su economía. Y que llevaban al extorsionado a plantearse el siguiente dilema. De arranque, no pagar. «Tienes que hacer lo que debes hacer. Colaborar sería fomentar más atentados. No debo darlo, pase lo que pase. Denunciarlo y que se sepa». Una respuesta heroica.
Pero, por prudencia, se plantea otra salida con el siguiente argumento. «Los principios son importantes, pero siempre hay que aplicarlos en los contextos en los que nos movemos, teniendo presente las consecuencias. Tengo que adaptarme a la realidad», se vino a decir. Tiene mujer, que está embarazada.
La coacción a la que se ve abocado es «especialmente perversa». No es lo mismo un alto directivo de una gran corporación, que tiene medios para proteger a su gente, que un pequeño empresario. Y mucho menos que un profesional independiente, fuera abogado, farmacéutico o un simple comerciante de un pueblo pequeño, fichados por toda una red de «chivatos» y a quienes podían poner «un cuervo muerto a la puerta de casa» para amedrentarles si se resistían al pago. La presión era insostenible. La banda exigía millones, pero podía conformarse con el ‘pizzo’, la mordida de la mafia italiana al comercio local. «La extorsión llegaba a límites inimaginables. Hasta al tendero que vendía gominolas. Si sabían hasta cómo respirábamos y hasta lo que votábamos».
La década de los años setenta y ochenta fue especialmente agitada. Una etapa de conquistas para los trabajadores y desarrollo económico, pero también de convulsiones laborales en «la lucha contra la oligarquía y la burguesía». ETA aprovechó ese magma para «demonizar» al empresariado, al que consideraba explotador por naturaleza y una oportunidad para presionar al Gobierno. No era raro que la banda se entrometiera en los conflictos de las empresas, reteniendo al jefe de la compañía para exigirle cambios. Después, le devolvían a casa «con un tiro en la pierna o en las dos».
ETA ha tratado de rentabilizar desde la violencia causas que son legítimas en condiciones de normalidad: la defensa de la clase obrera, la soberanía de Euskal Herria y el rechazo a Lemoiz, la autovía de Leizaran o el TAV. Pero las toca y «pervierte», creen los investigadores.
Desamparado
En este contexto, Mikel rumiaba en silencio qué hacer. Ni siquiera se lo dijo a su familia para intentar protegerla. Pero la soledad le hacía más débil y desamparado. Eso es precisamente lo que le convenía a ETA. Que el miedo siga oculto para extenderlo. Que fluya para que los fracasos en la recaudación exigida no fueran visibles.
En otras ocasiones, la banda desvelaba ella misma el chantaje. Con secuestros como el de José María Aldaya, el segundo más largo tras el de Ortega Lara, y cuyo cautiverio quizá duró más de lo previsto por un error de información del comando. Reclamó un rescate muy alto porque confundió la «facturación de su empresa con beneficio personal».
ETA secuestró a más de 50 empresarios y, llegado el caso, tiró de gatillo. Asesinó en agosto del año 2000 a Joxe Mari Korta, el jefe de la patronal guipuzcoana que se había plantado en público ante el chantaje, en un gesto seguido por otros muchos. Un mes después de que pactara con el diputado general un compromiso de rechazo frente a la extorsión, una bomba acabó con su vida. La inseguridad volvió a zarandear a un sector que ha perdido a más de 30 de sus representantes en atentados.
«Si hasta a este le matan, a mí seguro», llegó a pensar Mikel tras recibir una nueva carta. Esta vez estaba en el buzón de casa y no sólo figuraba su nombre. En el re-mite aparecía el de su hijo, menor de edad. Pero podría haber sido también el de su mujer. El espanto le invadió por completo y, de forma instintiva, miró por la ventana en busca del cobijo de la sociedad que, en aquella época, todavía era esquivo. En una pintada aún se podía leer ‘Aldaya, paga y calla’.
Objetivo potencial
La carta le emplazaba a dirigirse «a los habituales les círculos» de determina-dos partidos, «manteniendo una discreción extrema y absteniéndose de ponerlo en conocimiento de cualquier cuerpo policial». Incluso le daban un nombre al otro lado de la muga para ponerse en contacto o con él. De lo contrario, «se convertirá automáticamente (Ud. y sus bienes) en objetivo potencial de ETA». Otra vez, el terrible dilema. Contactó discretamente con las fuerzas de seguridad, volcadas entonces en la desarticulación de comandos y detención de etarras, pero abandonó esta vía al detectar cierta «indiferencia a su problema».
Que era el de muchos. Las últimas oleadas de cartas estaban hechas a partir del mero cruce de datos del censo y el registro mercantil, a través de un buzoneo masivo. Es lo que José Guillermo Zubía, exsecretario secretario general de Confebask, llama «el terrorismo más barato». Un sello y al buzón. Zubía ha compartido a título «personal» su experiencia con compañeros que «han sufrido el zarpazo del terrorismo», en una reciente conferencia organizada por la Fundación Fernando Buesa.sa. En aquel tiempo, el extorsionado «tenía que llevar millones de pesetas al bar no se cuántos del otro lado de la frontera y preguntar por fulanito». Con un periódico bajo el brazo para identificarse.tif Tal cual.
De camino a Hendaya, o quizá a San Juan de Luz, se perdió la pista de Mikel. Hasta hoy, recuperado por el equipo de especialistas en ética de la Universidad de Deusto. Sigue mascullando cierto «sentido de culpa». «Me tenía que haber marchado, dedicado a otra cosa», piensa aún. Pese al tormento, la mayoría de los 6o entrevistados está «fuerte». Unos tuvieron que vivir con escolta. Otros necesitaron asistencia psicológica para superar la depresión y la sensación de complicidad con ETA, sobre todo los que confiesan que al final cedieron al chantaje. Lo declaran, pero a la vez se liberan de una auténtica losa en un ejercicio de «catarsis» para ellos. Algunos sufren a día de hoy estrés crónico. «El sentimiento de culpabilidad les ha machacado bastante», señalan los expertos. Pero «la mayoría lo ha superado» y declara que, pese a todo el sufrimiento, no pagó.
EL CORREO – 01/03/15