La fatalidad de Mas

ABC 04/08/15
SALVADOR SOSTRES

Hay una fatalidad íntimamente ligada al destino de Artur Mas. Una fatalidad que como todas tiene que ver un poco con la gracia de Dios y otro mucho con la propia mediocridad, con el creerse más listo que los demás que de un modo u otro hunde a los incautos y a los pedantes, que no es lo mismo pero es igual.

Artur Mas i Gavarró (Barcelona, 1956) se ha creído siempre superior a sus adversarios y a las circunstancias, como si le asistiera un derecho natural e incuestionable a gobernar, pero paso a paso los hechos le han ido desmintiendo y su historia ha sido la de un fracaso. Convergència mandó en Cataluña desde la recuperación de la democracia hasta que Mas fue su candidato, y pese a ganar a Maragall (46 a 42), por primera vez los socialistas ocuparon la Generalitat gracias a la alianza de izquierdas urdida con ERC y los comunistas.

Fue la legislatura del Estatut, que Mas engordó en el Parlament para parecer más nacionalista que Esquerra y luego fue a La Moncloa a rebajarlo con Zapatero a cambio de que el PSC retirara a Maragall, presentara a Montilla, y se comprometiera a apoyar la investidura del candidato de la lista más votada. Por primera y única vez, el PSC decidió desobedecer al PSOE y aunque Mas ganó a Montilla (48 a 37), el segundo tripartito estuvo hecho en cuestión de horas.

Fueron cuatro años de despropósito y bancarrota, de una hiriente vulgaridad, de una desolación parecida a la que el zapaterismo causó, pero así como Rajoy se impuso obteniendo el mejor resultado del Partido Popular en unas elecciones legislativas (186 diputados), Mas se quedó a las puertas de la mayoría absoluta (62) cuando todo lo tenía a favor para ganar por goleada.

En 2012, tras dos años de gobierno sólido y reformista, con unas políticas de contención y de austeridad propias de un presidente con sentido de Estado, tuvo miedo de las encuestas desfavorables, que le daban entre 54 y 57 diputados, y propició una masiva manifestación por la Diada, que efectivamente resultó ser una de las más multitudinarias concentraciones que hasta aquel momento había conocido Cataluña. Aconsejado por José Antich, entonces director de La Vanguardia, decidió adelantar las elecciones con la idea de que el entusiasmo popular le elevaría hasta la mayoría absoluta (68). No sólo no la alcanzó sino que perdió 12 diputados. Se quedó con 50 y en manos de la ERC de Oriol Junqueras. Al cabo de 2 años, en las elecciones europeas de mayo de 2014, CiU fue derrotada por primera vez por Esquerra, y en noviembre Mas hizo la parodia de hacer ver que convocaba un referendo que no convocó, y aquella patochada «participativa» no contó para nada ni en Cataluña, ni en España, ni en Europa, y en cambio le costó una querella por desobediencia y la irreconciliable desconfianza de Oriol Junqueras, que se sintió estafado por el simulacro.

Después de más de 30 años de alianza con Unió, Mas decidió romper con Duran. Y Convergència, que había ocupado siempre la centralidad política catalana, y había podido pactar con todos, ha acabado arrinconada y sola, con su marca electoral desprestigiada, disuelta en una grotesca candidatura que no controla, y siendo Mas el enemigo a batir por todos: por las fuerzas unionistas y por la izquierda y extrema izquierda independentistas. Hay una fatalidad fundamental que resume la trayectoria de Mas. Y aunque en gran medida todo lo que le ha pasado se lo ha buscado, hay que reconocerle que en pocas personas la desgracia suele cebarse tanto. Puede parecer poco serio tratar de explicarle diciendo que es gafe, pero los hechos son inapelables.

Las elecciones que ayer convocó con supuesta astucia y nocturnidad -tan al modo de 2012- tienen el mismo horizonte de infortunio: bien porque las pierda, bien porque la izquierda se alíe contra él e invistan a otro presidente (Romeva), bien porque el Estado al final se ponga serio, o bien porque le sea recordado a Cataluña que la Unión Europa es un club de Estados que se protegen entre ellos y cuya concepción de la democracia, de los plebiscitos, y de los referendos es lo que hemos hecho con Grecia.