ABC 09/12/16
DAVID GISTAU
· Ahora, cuando se habla de unas elecciones generales en Europa, se hace con pavor, ya no gustan ni son una fiesta con globitos
UNA vez que los referéndums ya han terminado de ser considerados como un invento del Maligno puesto al servicio del furor autolesivo de los estadistas torpes, en Europa cunde ahora el desprestigio de otra forma de consulta antaño intocable: las elecciones generales. Coincide, como es obvio, con el momento histórico en el que se volvieron ineficaces las pedagogías de masas y las sociedades comenzaron a tomar decisiones excéntricas que resultan pavorosas por esa incertidumbre que mueve los vasos de las élites como en un «poltergeist». El antaño dignísimo y fotogénico pueblo soberano ahora es una caterva de tarados con los cerebros abducidos por el populismo como en una invasión de alienígenas que adoptan disfraces antropomorfos tan trabajados como el de Trump y su mujer, a quien he llegado a imaginar deglutiendo ratones como la Diane de «V»: y esto, aviso, incurre en el terreno de las fantasías eróticas.
Aún recuerdo cuando a las elecciones generales las envolvían, como el papel de un caramelo, clichés alegres, propensos a los globitos, como el de «la fiesta de la democracia». Era una eucaristía colectiva ante el altar de la socialdemocracia del 45. Existían las minorías más o menos chifladas que servían en el Parlamento de coartada de pluralidad. Pero, en general, las gentes votaban y pensaban dentro de los márgenes previstos, los que permitían las alternancias de partidos idénticos en el sentido estatalista de la socialdemocracia, el bienestar y la presión fiscal, y diferenciados apenas por matices morales y costumbristas. Qué bien funcionaba todo entonces y qué delicioso era oler césped recién cortado por la mañana.
Ahora ya no es así. Ahora, cuando se habla de la inminencia de unas elecciones generales en Europa, se hace con pavor, como nos referimos estos días a las próximas en Francia. Las elecciones generales se han convertido en la jornada en que los populismos tratarán de escalar los muros de una ciudadela democrática en estado de sitio. No es que vayan a suprimirse, porque tamaña exageración acabaría por completo con las últimas coartadas del régimen europeo. Pero ya no gustan ni son una fiesta con globitos. No mientras la gente siga haciendo lo que le dé la gana. Como no es posible clausurar las elecciones generales, lo que va ensayándose en las grandes democracias occidentales –en España ya funciona– es una modalidad de Partido Único que concentra a todos los «moderados» que ansían acogerse a sagrado y que deja, más allá de sus propias marcas, una neblinosa zona de extramuros donde todo lo que se mueve en la tiniebla es forzosamente una alimaña. En cualquier caso, esta disolución en el parapeto de los partidos que fingían ser antagónicos para lubricar la alternancia da una sensación penosa, de democracias contraídas en la última empalizada, de régimen que ya va pensando en reservarse la bala final para evitar ser capturado vivo. Esto os pasa por dejarles votar: los misántropos sabíamos que no era buena idea.