JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • Aplicamos la táctica de depredar el futuro. Y los jóvenes, pobrecitos, tragan

Es una reflexión que se ha convertido en tópico. La nueva generación, la de los hoy jóvenes, vivirá peor que la de sus padres; es decir, aquella que nació en los 40 y 50 del pasado siglo y hoy alcanza la jubilación. Un tal descenso de nivel de vida, un tal desclasamiento, se tilda de insólito e incluso de perturbador en la ordenada sucesión de los tiempos.

Probablemente, esto no es un hecho raro en los últimos quinientos años de la sociedad europea u occidental, en los que los brotes de crecimiento por incrementos de actividad agrícola iban inexorablemente seguidos de contracciones brutales por sobrepoblación y peste. Vivir peor que los abuelos era algo frecuente. Solo el descubrimiento de que era posible un crecimiento económico autosostenible, lo que hoy llamamos capitalismo o economía abierta a la competencia, allá por fines del XVIII en Reino Unido, cambió el paradigma y comenzó a ser lo normal el crecimiento constante intergeneracional. Eso que hoy, aparentemente, nos ha fallado.

Pero déjenme reflexionar un poco más profundamente sobre esta creencia contemporánea que sostiene a la generación europea madura, a mi propia generación. A los viejos, vamos.

Lo primero que suscita es el calificativo de idea eurocéntrica donde las haya. El ir a peor, el que los hijos vayan a vivir peor que los padres, es una experiencia que contradice de plano lo que se está viviendo en Oriente, que es donde más población y más dinamismo se concentran. En China, India o Sureste asiático decenas de millones de pobres se incorporan cada año a las clases medias y empiezan a diseñar un futuro prometedor para sus cada vez más escasos hijos. Solo los europeos -una sociedad que ya no es la protagonista histórica- vivimos atenazados por el desencanto y la melancolía. Nuestros ayer aprovechados discípulos afrontan el futuro con otro entusiasmo.

La segunda reflexión es la del chato y plano economicismo que destila esa preocupación de los viejos actuales. Comparar la vida de unos jóvenes actuales con la que nosotros tuvimos no es fácil, salvo que lo reduzcamos todo al nivel de ingresos económicos. Pero una tal reducción olvida que ellos viven en una sociedad abierta como nosotros nunca conocimos, que sus posibilidades de desarrollo personal son incomparablemente más ricas, que el conocimiento a su alcance no tiene parangón con el que ofrecía nuestra mortecina España de los 60. Olvidamos que gozan de un régimen de libertades inimaginable para nosotros a su edad, de un Estado social y democrático de Derecho que, pese a todas sus carencias e imperfecciones, es el marco menos injusto que ha conocido generación humana ninguna. No tiene sentido decir que vivirán peor, salvo que reduzcamos el vivir a ganar dinero. A pesar de sus muchos problemas, humanamente vivirán mejor.

La tercera reflexión sobre esa pena que sienten los viejos de hoy por los jóvenes es la de que, en una no despreciable parte, los problemas de los jóvenes se deben precisamente al comportamiento depredador que ha mantenido su generación a lo largo de su vida activa y mantiene hoy todavía como jubilada. Hemos vivido en unos presentes que depredaban el futuro, que remitían los problemas desagradables a las futuras generaciones en términos de promesas y deudas impagables, que solucionaban sus escollos dejando la factura de las soluciones a los seres que nos seguirían. El futuro ha sido la cantera inagotable para proveer de buen presente a los ahora viejos, pero el futuro ha empezado a tambalearse de puro sobrecargado que lo tenemos. Ha faltado una política del tiempo y ha sobrado una política de intoxicación ideológica.

Pero de este último aspecto no hay rastro en la conciencia de los miembros de mi generación que, además de haber vivido y vivir hoy como nadie lo había hecho en España en época alguna, se ven favorecidos por la posesión de una buena conciencia a prueba de bomba. Si ustedes nos escuchan, oirán sin cesar la cantinela de cómo luchamos contra el tardofranquismo, cómo nos dejamos la piel en la pelea por la democracia, por las libertades, por los logros sociales. Y no solo fuimos héroes políticos, es que además estudiábamos y trabajábamos con una aplicación e intensidad que hoy ya no se comprendería. Incluso hoy luchamos como nadie por nuestras pensiones y miramos con un poco de desprecio a esos jóvenes que no saben movilizarse eficazmente contra la desigualdad. Un discurso que da grima a los que vivimos aquello y sabemos qué hicimos y qué no hicimos.

El poco pudor que nos queda nos obliga a levantar escépticas cejas ante el mismo. Así como nos hace conscientes de que en la lucha por las pensiones estamos aplicando de nuevo y con éxito la táctica que tan buen resultado nos dio siempre. La de depredar el futuro. Y los jóvenes, pobrecitos, tragan.