Juan Carlos Girauta-ABC

  • El abandono paulatino del comodín «la gente» corre en la misma dirección que la sangría de votos de Podemos

 

Si tuviera que darle un consejo a Pablo Iglesias, sería este: «Pablo, evita a Perón». Hace seis años ya le di uno. No lo siguió porque era gratis. No había cacareo seudo inglés dentro de un informe de consultoría. Estábamos atrapados en el aeropuerto de Frankfurt, volviendo de Estrasburgo, con varias horas por delante, y le dije: «No te fíes de Ada Colau. Tarde o temprano querrá tu puesto». La vida, con sus hilos invisibles, es así de juguetona; de algún modo inexplicable presentí que un príncipe debía ser advertido contra un hada, pero ni el hada era Ada ni el príncipe era Pablo.

Creo que esta vez dirijo bien la sugerencia: Evita a Perón, vice. Burla a la fuerza que te empuja del campo neo bolivariano al vecino erial neo peronista. El rasgo definitorio de los peronistas lo dio Borges: «Son incorregibles». En realidad el peronismo es un estilo de autocracia. Lo ha filtrado el largo tiempo para que se adecúe a todos los tipos del espectro político, de la extrema izquierda a la extrema derecha. El destilado característico viene más de Eva que de Juan Domingo, y está en ese fundirse con la gente, en ese ser la gente, ese apelarla y encarnarla que, de modo inevitable, produce líderes con trazas de santidad pagana.

La biografía de Perón que hay que leer, para empezar, es la de mi añorado Horacio Vázquez-Rial (Perón: tal vez la historia, 2005). Pero lo que quedará fijado en el imaginario, gracias a las peculiares dotes musicales de Andrew Lloyd Webber, es la ópera rock Evita. Su fidelidad histórica es aproximadamente la misma que en Jesucristo Superstar, y sin embargo ahí está el regusto que, a fin de cuentas, ha atravesado tantas décadas sin perder las propiedades de la madre (heces del vino o vinagre): la masa conmovida.

Cierto es que Podemos habla cada vez menos de «la gente», quizá porque un prurito, un pudor ha rozado a los que ahora sufren la servidumbre de ser protegidos por diez, veinte o treinta guardias civiles, según el calor. Pero no es menos cierto que el abandono paulatino del comodín «la gente» corre en la misma dirección que la sangría de votos de Podemos. Entiendo que es un callejón sin salida.

«La gente» es un artefacto peligroso. Su retrato, fácil. Ni siquiera pide una cita de Ortega; basta con el título de un capítulo de La rebelión de las masas: «Por qué las masas intervienen en todo. Y por qué solo intervienen violentamente». Volverán a rascar el sistema límbico de la gente cuando noten cojear sus sillones en el consejo de ministros. ¿Y antes? ¡No! No vayan a precipitarse, esa arma la carga el diablo. Además hay peligros añadidos en la era de las redes. Antes alguien decía «la gente es imbécil» y el público asentía porque nadie se consideraba gente. Quien hoy escriba eso en la red verá que todo el mundo se da por aludido. Igual ya no hay donde trazar la línea, Pablo, y provocáis una explosión emocional indeseada. Y no es que quiera darte consejos.