Luis Ventoso-ABC

  • Torra y Urkullu no se pueden mezclar con la plebe española, no vaya a ser…

Sin Cataluña y el País Vasco, lo que denominamos hace siglos como España simplemente no existiría, sería otra cosa y de menor valía. Los vascos forjaron nuestra industria pionera y nuestra mejor banca. A mi juicio, su cultura empresarial ha sido la más recta y saludable del país (y no lo digo para hacerle la rosca a mi mujer donostiarra, que también). Su cultura, desde su idioma único y enigmático, pasando por su primor urbanístico y su increíble gastronomía, enriquece de manera enorme nuestro patrimonio. Su afabilidad campechana te gana rápido y su cantera de fenómenos del deporte merece aplausos. Otro tanto sucede con Cataluña, que fue siempre nuestra ventana a los adelantos europeos, cabecera en aventuras mediterráneas y una

tierra de prodigios y encantos. El empresariado catalán, agudo y laborioso, construyó una auténtica tierra de oportunidades. La economía española caminaría coja sin la aportación medular de Cataluña y sus 7,5 millones de habitantes. Además, ha sido siempre un vivero formidable de creatividad cultural.

Pero la historia de indudable éxito de Cataluña y el País Vasco tampoco habría sido la misma sin formar parte de España, empezando por la aportación estajanovista de las riadas de emigrantes llegados de otras regiones, y siguiendo por el enorme apoyo de toda la nación española a esas dos comunidades, que se tradujo antaño, por ejemplo, en el arancel textil que privilegió a Cataluña y todavía hogaño en el ventajoso concierto vasco. En resumen, la sociedad con España le ha ido muy bien a las dos partes. Existe una pregunta sencillísima que pincha todo el discurso victimista del separatismo: si tan subyugados, discriminados y maltratados están vascos y catalanes en España, ¿cómo se ha producido el milagro de que sus comunidades sean las más prósperas de un país que supuestamente las machaca?

España vive un trance dramático. Nos aprieta una tenaza de dos brazos: la epidemia del Covid-19, que se ha recrudecido por falta de coordinación y ligerezas lúdicas; y el descalabro económico, que se ha traducido ya en la pérdida de un millón de empleos. Un envite tan crudo exige dejarse de julandronadas identitarias, arrimar el hombro y colaborar con tus vecinos de siempre, porque el virus no distingue entre Miranda de Ebro y Vitoria, o entre Cellers y Benabarre, ni tampoco la economía, absolutamente interconectada. Por eso resulta impresentable que los presidentes nacionalistas de País Vasco y Cataluña se nieguen a acudir a la conferencia de presidentes autonómicos que se celebrará mañana en San Millán de la Cogolla, con asistencia del Rey. Sánchez ha tenido que llegar al extremo de implorarles por carta que acudan. Urkullu se niega con el pretexto de que antes debe celebrarse la reunión del concierto vasco (ombliguismo extremo). Y Torra, pues ya saben, el desparrame habitual… ¿Qué late tras esta negativa a compartir mesa con el resto de los presidentes autonómicos? Pues un sentimiento de superioridad: los líderes de los pueblos elegidos no pueden sentarse con la plebe. Nada más rancio que nuestros nacionalismos centrífugos.