JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • La horterada máxima, el mal gusto encarnado en esas parejas o tríos subidos en torno a la campana de la Puerta del Sol

Ojo con lo hortera, que es letal. No es solo la escenografía, ni las uvas de la ira de Risto, que al menos son ira y, por tanto, son. La horterada se presenta cual pompa de jabón, reluciente y húmeda. Prometedora. Sé bien que la promesa suele bastar para compensar esfuerzos; pagamos por promesas todo el día, también en la estética devastadora del cutre posmo. Porque modernos ya no hay, hoy quien se dice moderno suena antiguo. No solo en la banalidad pagamos por promesas. Las plataformas de streaming, que son el cine de ahora, ¿qué otra cosa venden? Por cierto, solo se respeta al que las tiene todas y al que no tiene ninguna. Esto último está al alcance de muy pocos. Es como cuando alguien te decía, antes del cataclismo tecnoético, allá por los ochenta, que no tenía televisor. «Este tío debe ser muy rico», se comentaba. Sí, debía ser un aristócrata o un multimillonario. Ser millonario en pesetas era poca cosa, había que ser multimillonario. El aristócrata es caso aparte; puede ser tan pobre como quiera, que la fama de rico no le abandonará. Se celebrarán sus sandalias como excentricidad y su menú de nueve cincuenta como admirable muestra de proximidad a la gente. Digo gente porque desde Podemos el pueblo ya no existe. Todo el problema español viene de ahí, ya que al no tener pueblo no hay sujeto soberano y cualquiera se apropia de lo que es de todos porque no es de nadie, como la pasta pública de aquella.

Me voy de tema, coño. Vuelvo al grano, que es la horterada de Nochevieja, cuyo interés radica en ocupar el lugar más bajo de lo promisorio, el nadir. El cénit son los atardeceres, que nos hechizan porque auguran dichas borrosas, porque (como sostuvo Wilde) se los inventó Turner (antes no había atardeceres), y porque siendo lo bastante naranjas te dejan con la impresión de que un día vas a volver a Cabo Sunion y te vas a fundir con la belleza, y ya no habrá más preocupaciones y la palabra angustia no existirá. De algún modo, eso es el cielo, de lo cual se colige que ser atravesado por la perfección es en gran medida como morirse, siempre y cuando la promesa que andas buscando en vida, y por la que vas pagando con esfuerzo infinito, posea una estética inseparable de la ética.

Pero, ¿qué ética esconde la esperanza hortera de Nochevieja? Cuanto pueda sugerir (que se me escapa, aunque ahí está el personal pegado a la tele) se ha evaporado antes de existir. De la última horterada solo resta Risto, o su cizaña, porque el tío tiene intuición suficiente para comprender que otra cosa les aboca a la nada, y porque es de los que se ganan la vida a dentelladas secas y calientes, que diría el de Orihuela. La horterada máxima, el mal gusto encarnado en esas parejas o tríos subidos en torno a la campana de la Puerta del Sol, solo te recuerda el vacío, solo anuncia una falta de propósito. Y deja el regusto amargo de haber malgastado la vida.