José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- López Basaguren afirma que no es posible un referéndum de autodeterminación en Cataluña, propugna una solución federal que reuniría a una mayoría y serviría de oferta alternativa no rupturista a los independentistas
Alberto López Basaguren (Basauri, Vizcaya, 1957), catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco, es también licenciado en Ciencias Políticas y Sociología y se ha convertido en una de las referencias académicas en España y en el ámbito universitario europeo en las líneas de investigación del federalismo y del modelo autonómico español, también sobre las reclamaciones secesionistas, en particular sobre los casos de Quebec, Escocia, Cataluña y el País Vasco. Basaguren ha abordado con profundidad el derecho de la pluralidad lingüística y la multiculturalidad y la integración constitucional y la gobernanza europea. En esta entrevista con El Confidencial, y coincidiendo con el debate político y mediático sobre una posible consulta en Cataluña, repasa la situación del sistema territorial y apuesta por reformas, así como por la necesidad de ofrecer a los secesionistas una alternativa no rupturista.
PREGUNTA. La Constitución de 1978 resolvió la cuestión religiosa y la militar, pero ¿por qué no ha funcionado eficazmente en la territorial, como se puede comprobar en Euskadi y Cataluña?
RESPUESTA. La Constitución acertó plenamente al establecer los procedimientos que han permitido despejar las incógnitas que España no había sido capaz de resolver históricamente. En 1978, no se podía pretender más. Era necesario un previo proceso de decantación. Los 40 años de desarrollo del sistema autonómico han puesto de relieve algunos problemas en la configuración de los autogobiernos territoriales; pero, de forma muy importante, han evidenciado la ausencia de un adecuado sistema de gobierno del conjunto del sistema autonómico.
«Quienes desean una reforma federal en Cataluña constituyen la única mayoría cualificada posible»
P. Pero, le insisto, ahí están la cuestión vasca y la catalana.
R. Un sistema federal no es solo autogobierno territorial (self-rule), sino, de forma indispensable, gobierno conjunto o compartido (shared rule). Esos dos retos reformistas se tenían que haber afrontado ya; y no se ha hecho. Tras hacer lo más difícil, el sistema político es incapaz de concluir la obra, de realizar las labores de mantenimiento y reforma necesarias. Para terminar de encarrilar la cuestión territorial, en los últimos decenios especialmente, ha fracasado la política.
P. ¿Cómo debería abordarse el fracaso de la política en ambas comunidades?
R. Tanto en el País Vasco —muy especialmente— como en Cataluña, la suma de quienes están plenamente satisfechos con el sistema autonómico y quienes desean una reforma —indeterminadamente— federal constituye la única mayoría cualificada posible. Ese es el terreno en el que tendrían que trabajar los partidos que respaldan el sistema; un terreno casi absolutamente abandonado, que deja el campo libre a las propuestas nacionalistas. La experiencia en otros países con situaciones similares pone en evidencia que la propuesta secesionista logra agrupar a una parte significativa de una sociedad en un momento de crisis en que, para esas personas, adquiere sentido el discurso descalificador del sistema desplegado por quienes propugnan la independencia.
«Para enfrentarse a la propuesta rupturista, es necesario un proyecto alternativo; si no, no es posible salir de la agenda independentista»
P. ¿Qué hay que hacer frente al independentismo desde la arquitectura constitucional?
R. Para enfrentarse a la propuesta rupturista, es necesario un proyecto alternativo; en caso contrario, no es posible salir del debate sobre la agenda de quienes propugnan la ruptura. Ese proyecto, asentándose en el sistema existente, debe tener como eje la reforma de sus defectos y la resolución de sus problemas. Es la única vía para satisfacer suficientemente a una parte de quienes en un momento de crisis acogieron el discurso de la ruptura. Cuando se logra, el reto secesionista deja de ser un problema de primer orden.
P. Se ha planteado una consulta en Cataluña sobre eventuales acuerdos que los partidos allí puedan alcanzar, ¿existe habilitación para dar cobertura a una consulta de esas características?
R. Depende de sobre qué se esté hablando cuando se habla de consulta. Una reforma del Estatuto o de la Constitución va necesariamente acompañada de la convocatoria de un referéndum de ratificación. Si se habla de un referéndum de independencia, es diferente. Seguir hablando de consulta pone de relieve hasta qué punto, como decía antes, la falta de un proyecto alternativo impide salir de la agenda independentista o nacionalista. Si hubiese proyecto alternativo y se gestionase bien, seguramente la cuestión de la consulta pasaría a muy segundo plano —como ha ocurrido en Quebec— o se plantearía en términos plenamente aceptables política y constitucionalmente.
«Plantear la reforma del Estatuto como vía de salida al conflicto en Cataluña es un error que desplazaría temporalmente el problema»
P. ¿Qué proyecto alternativo hay al estatutario?
R. Que se pretenda rescatar la idea de una reforma del Estatuto como vía de salida al conflicto político en Cataluña sería un grave error que desplazaría temporalmente el problema, pero no lo metería en vía de solución. La reforma del sistema autonómico a través de la reforma del Estatuto es una vía muerta. Si no se parte de ahí, vamos mal. Cuestión distinta es que luego haya una reforma del Estatuto. Hay que reformar, en lo que sea necesario, la Constitución y las leyes estructurales del sistema autonómico para dar una solución adecuada y estable a los problemas y defectos del sistema. Una reforma para la que solamente podemos utilizar como fuente de inspiración la experiencia, adaptándola a nuestras circunstancias, de los sistemas federales que han demostrado mayor acierto al combinar protección de la diversidad e integración garantizando la estabilidad política.
P. El profesor Rubio Llorente planteó el referéndum consultivo del artículo 92 como propicio para tratar de resolver la cuestión catalana. ¿Lo cree usted así? ¿Una consulta que no sea vinculante jurídicamente lo es políticamente?
R. Tengo un enorme reconocimiento intelectual al profesor Rubio. En esta cuestión, sin embargo, tengo matices de discrepancia. He sostenido que el artículo 92 se inserta en la Constitución en el marco de la actividad legislativa de las Cortes Generales. Lo que implica que ese referéndum debe vincularse al proceso legislativo del Parlamento español, así como que, al afectar al conjunto de la ciudadanía española, debe ser general y no limitado territorialmente. Pero he defendido que los estatutos de autonomía pueden incorporar a su sistema institucional elementos o instrumentos similares a los que la Constitución establece para el sistema institucional del Estado. Por tanto, en mi opinión —en contra de lo que, con alguna contradicción, ha sostenido el TC—, los estatutos pueden incorporar un referéndum consultivo similar al del artículo 92. Pero con eso no hemos resuelto nada, porque ¿puede someterse a referéndum una cuestión, en el marco del proceso de decisión que corresponde al Parlamento, para la que ese Parlamento no tiene competencia? Decir, por ejemplo, que lo que se sometería a referéndum sería una propuesta de reforma constitucional de iniciativa autonómica me parece una trampa en el proceso argumentativo. Es lo que acaba de resolver el Tribunal Supremo del Reino Unido en relación con Escocia.
P. ¿Existe posibilidad constitucional de un referéndum de autodeterminación? ¿Exigiría en la práctica una reforma de la Constitución que al afectar a los fundamentos del Título Preliminar sería de hecho un proceso constituyente?
R. En una comunidad autónoma, no es constitucionalmente posible. En ningún sistema democrático de nuestro entorno se han planteado las cosas en esos términos. Se han planteado como referéndums consultivos que, en su caso, vendrían seguidos de un proceso de negociación sobre las condiciones de la hipotética independencia, en la medida en que quienes propugnaban la independencia pretendían mantener una serie de vínculos con el Estado del que pretendían segregarse. Es decir, se ha tratado de una propuesta de soberanía en unas condiciones que afectaban a la otra parte sin que esa parte hubiese dicho nada.
«Se trata de si el sistema es capaz de reconducir esa crisis de forma democrática o si se convierte en una crisis que no es posible gestionar»
P. Entonces, ¿hay que convivir con esa tensión segregacionista?
R. En un sistema democrático, hay otras vías políticas, al margen del referéndum, para evidenciar la existencia de una mayoría consistente de una sociedad que respalda, de forma real y efectiva, la secesión. Por eso, de lo que se trata es de si el sistema político es capaz de reconducir esa crisis de forma democrática o si acaba convirtiéndose en una crisis que no es posible gestionar democráticamente. Ese es el reto que debiera preocuparnos, más allá de la viabilidad formal de un referéndum de este tipo.
P. Usted es experto en el estudio de Canadá y Escocia. ¿Qué diferencias existen entre los referéndums de independencia en esos casos y el de Cataluña?
R. En Quebec, nunca se ha planteado un referéndum en estrictos términos de secesión. En Escocia, por el contrario, formalmente —aparentemente, diría yo—, sí se plantea como un referéndum directamente sobre la posibilidad de independencia. La pregunta fue, en ese sentido, nítida. Pero el debate que precedió al referéndum y los informes impulsados por el Gobierno británico —la serie Scotland Analysis— ponían de manifiesto que los términos no iban a ser diferentes a los pergeñados por el Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen sobre la secesión de Quebec, de 1998. Es decir, que una mayoría en un referéndum, aun cumpliendo las condiciones de claridad de la pregunta y claridad de la mayoría —como una “evaluación cualitativa”, dice el TS de Canadá—, no abre el camino a la independencia, sino a una negociación sobre ese hipotético resultado, cuyo logro o frustración dependerá de variadas circunstancias.
P. Esos procesos fueron muy diferentes a lo que ocurrió en Cataluña.
R. La gran diferencia entre aquellos referéndums y los de Cataluña es que aquellos se realizaron en condiciones plenamente legales y los de Cataluña ilegalmente. Hasta el punto de que el nacionalismo escocés ha rechazado un referéndum salvaje [wildcat referendum] a la catalana. Esa es, sin duda, la diferencia más llamativa. En Quebec, no había dudas sobre la capacidad de un Parlamento provincial para convocar un referéndum, como consecuencia del silencio de la Constitución. La «doctrina de la claridad» que estableció el TS de Canadá no consiste en un acuerdo sobre la celebración de un referéndum soberanista —como se sostiene aquí por partidos nacionalistas—, sino —como quiera que se había celebrado legalmente— en cómo canalizar los efectos de un hipotético triunfo del sí. La realidad en Escocia es similar, a pesar de las apariencias formales. Todo ello se asienta sobre la evidencia de que, salvo excepción extrema, en el mundo democrático desarrollado una independencia unilateral —salvaje— no es posible.
P. El Estado autonómico es una formula próxima a la federación, pero ¿cómo podría realizarse una política institucional más integrada?
R. Nuestro sistema autonómico ha recorrido un proceso que no era fácilmente imaginable en 1978. Pero eso no puede dejarnos satisfechos. La definición de federal no es ni un talismán ni una panacea. Nuestro sistema tiene defectos y problemas. Nuestro reto es cómo solucionarlos para que el sistema funcione satisfactoriamente. Nuestro modelo tiene un problema en la forma de distribución de competencias, que lo hace extremadamente conflictivo, de forma incomparable; tiene un sistema de financiación —en prórroga— no satisfactorio; el sistema de cooperación o relaciones intergubernamentales es muy mejorable. Carecemos de un diseño de conjunto del sistema coherente y estable.
P. ¿Cómo hacer para remediar esta situación?
R. No se puede seguir configurando los elementos de la política autonómica en negociaciones con determinados partidos en el Congreso a través de los presupuestos o del apoyo a una u otra ley. El último ejemplo es el de la transferencia de la competencia de Policía de Tráfico a Navarra. Llevamos mucho tiempo, con gobiernos de uno y otro color político, decidiendo cuestiones esenciales del sistema autonómico de esa forma. Eso es conceptualmente inaceptable e impulsa una dinámica de tendencia confederal fuente de inestabilidad. Todo ello, en un contexto de enorme déficit de regulación constitucional del sistema autonómico. La cerrazón frente a la reforma es muy peligrosa para la estabilidad del sistema y lo deja inerme frente al reto rupturista.
P. ¿Es sostenible la diversificación de la financiación autonómica, la de régimen común y la foral paccionada del País Vasco y Navarra?
R. Lograr un adecuado sistema de financiación del sistema autonómico es condición indispensable para su éxito. Ningún sistema de financiación satisface plenamente a todos los actores. Pero es indispensable lograr que sea equilibrado y coherente, que sea muy difícil de descalificar sustancialmente. Y en eso el sistema político español ha fracasado hasta ahora. En ese contexto, los sistemas forales plantean un importante reto, tanto político como técnico. No creo que se pueda poner en entredicho, a estas alturas, la obligación que tenemos de hacer posible la convivencia del sistema común con estos sistemas especiales. La cuestión es que su gestión debe ser de tal naturaleza que no sea fuente de unos desequilibrios que pongan en peligro la estabilidad del conjunto del sistema autonómico.
P. ¿Cuáles son los criterios para conciliar los regímenes forales con el común?
R. En primer lugar, debe satisfacer el requisito de la transparencia en su gestión y, en concreto, en la determinación del cálculo del cupo. En segundo lugar, no puede dar lugar a una diferencia de financiación entre comunidades autónomas que no pueda justificarse por motivos razonables (mayor presión fiscal, mayor eficacia en la exacción de los tributos u otros). Pero, en cualquier caso, creo que es indispensable, previamente, lograr un sistema de financiación del sistema común adecuado.
«En España, el Gobierno es un gabinete del presidente y el modelo de parlamentarismo presidencialista tiene muchos riesgos»
P. ¿Qué opinión le merece el concepto de cogobernanza que empleó el Gobierno en parte del tiempo de pandemia?
R. Me parece inadecuado. Por una parte, puede denotar un empeño por crear nuevos términos cuando no es necesario. En los sistemas federales, no se habla de cogobernanza sino de cooperación, de relaciones intergubernamentales de cooperación, etc. Esto enlaza con el segundo aspecto por el que critico este término. La cogobernanza parece dar a entender que todo se gobierna entre todos; es decir, en un esquema confederal. Así es como lo vienen interpretando gobiernos de determinadas comunidades autónomas. La cooperación intergubernamental, que es indispensable, dada la complejidad de la realidad y el entrecruzamiento de competencias. No se trata de que todo se decide entre todos, en un plano de igualdad, sino de que las decisiones se toman después de haber tenido en cuenta los puntos de vista de todos los actores, intentando llegar a soluciones que sean lo más compartidas posible, con la mayor participación. Pero cada nivel de gobierno asumiendo la responsabilidad que le corresponde.
P. ¿Qué factores están influyendo de forma determinante en el deterioro del sistema constitucional?
R. Yo creo que hay dos grandes fuentes de problemas. Una de ellas es la degeneración del sistema parlamentario en un sistema de parlamentarismo presidencialista. Presidencialismo que tiene su origen en nuestro sistema electoral, en el que los candidatos deben su presencia en las listas electorales a la fidelidad y obediencia a la dirección del partido correspondiente, sin ninguna relación directa entre electores y representantes. En los sistemas parlamentarios de sólida tradición, el primer ministro tiene la competencia formal para nombrar y cesar libremente a los ministros; pero en realidad está fuertemente constreñido, obligado a constituir un Gobierno que es un equipo de rivales (team of rivals), como se ha acuñado en el mundo anglosajón. En España, el Gobierno es un gabinete del presidente. Un modelo de parlamentarismo presidencialista que los dos grandes partidos han tratado de llevar al extremo en uno u otro momento (pretensión de investidura automática del candidato del partido que quede primero en las elecciones). Yo comparto la tesis de Juan Linz sobre los peligros del presidencialismo.
P. Y ahí está la crisis abierta de TC, Consejo General del Poder Judicial…
R. Sí, por otra parte, la colonización partidista de los órganos de control (TC, CGPJ, Tribunal de Cuentas, etc.) es especialmente nociva. La mayoría parlamentaria de un momento determinado se refleja, necesariamente, en la configuración de esos órganos. Es lo común en sistemas como el nuestro. No hay alternativa. En los sistemas democráticos más solventes, se limitan los efectos nocivos de ese reflejo a través del nombramiento de profesionales de prestigio que han demostrado independencia de criterio y rigor profesional. Es lo que pretende nuestra Constitución. Pero los partidos han descubierto los enormes beneficios que tiene para sus intereses particulares nombrar a personas de absoluta y demostrada fidelidad militante, a activistas de partido. No es algo que haya comenzado con el Gobierno actual: el PP ha llevado esa actitud hasta extremos insuperables. Los incidentes de estos días han mostrado a los partidos, aún más claramente, la utilidad de colocar a activistas de partido en estos órganos; porque garantizan la primacía de los intereses de partido por encima de lo que sea. Esto se ha convertido en un auténtico tumor cancerígeno en nuestro sistema político.
P. ¿Qué opinión le merece la resolución del TC sobre el recurso de amparo del PP y las medidas cautelarísimas?
R. Soy muy crítico con la actuación del Gobierno y de los partidos que lo sostienen. En un momento de deterioro institucional como el que estamos viviendo, el Gobierno debe actuar con un plus de responsabilidad, de exquisitez y de inteligencia. Todas han estado ausentes. La peor consecuencia es que desvía el foco de atención sobre el origen del problema: el tramposo bloqueo de la renovación de órganos constitucionales por parte del PP. En este contexto, el TC se adentra en el fango de la confrontación política, adoptando, novedosamente, una medida absolutamente excepcional, que no se ha usado en más de 40 años, entrando como elefante en cristalería en medio del proceso de elaboración de una ley, ámbito especialmente trascendental en la autonomía parlamentaria, transformando la naturaleza de su control, utilizando para ello un recurso de amparo, sin escuchar a más partes que a los recurrentes.
P. Y ¿qué valoración hace de las recusaciones?
R. Participando en el debate y resolución dos miembros del TC —relevantemente, su presidente— cuyos sustitutos ya han sido designados —habiendo aparcado el control del cumplimiento de los requisitos para ser nombrados—, sin abstenerse, como estaban obligados, quienes ya tienen designado sustituto, porque, objetivamente, tienen un interés directo en la causa, ya que de ello depende la finalización o la prolongación de su mandato como jueces constitucionales. Demasiadas rarezas como para que parezca sostenible en un tribunal que debe ejercer la autorrestricción, especialmente cuando se adentra en terrenos como el que nos ocupa, tan delicados y de efectos institucionales trascendentales.