Juan Carlos Girauta-ABC
- Si el esfuerzo llegara con el tiempo, pasada la infancia, no podrá decirse que hablan ‘mal’ el castellano, pero la excelencia les estará vedada
Sánchez quiere que el motor económico de España sea Cataluña. O dice que quiere, porque de cualquier declaración del presidente solo debe derivarse una interpretación: su personal conveniencia a corto plazo. El motor económico es el que es, y no descubrimos nada al constatar que el modelo que funciona es el madrileño, los números cantan, y que el modelo catalán es una caída sin fin, abismal. Cataluña fue la locomotora del país, pero gran parte de su empresariado, su Universidad, su escuela y sus medios vienen apostando desde hace décadas por el victimismo y el amiguismo. E impulsando una forma especialmente vil de proteccionismo, la barrera idiomática, que es de lo que he venido a hablar.
La barrera de protección de las élites supremacistas funciona así: se crea una diglosia inversa a la que funcionó en el franquismo, esto es, consolidando como lengua de prestigio el catalán y relegando a lengua doméstica el castellano, que es la primera de la mayoría de catalanes. Quien puede pagar una escuela privada para sus hijos, recurre, a poco avispado que sea, a la educación trilingüe: las dos lenguas oficiales más el inglés. Al resto, barrera: se somete a inmersión a todo el que pasa por la escuela pública o concertada. Son personas de menor renta y en su mayoría castellanohablantes. Las sagradas familias de Barcelona mantienen todas sus ventajas al renovarse los linajes a través de jóvenes que se expresan con soltura en dos idiomas universales y uno local. El resto, salvo que medie un esfuerzo personal extraordinario o la fortuna de un entorno familiar leído y culto, no serán competencia porque siempre manejarán mal la ‘lengua propia’ y la impropia. Y si el esfuerzo llegara con el tiempo, pasada la infancia, no podrá decirse que hablan ‘mal’ el castellano, pero la excelencia les estará vedada.
Una de las razones, pero no la única, de este fracaso buscado está en el imperfecto catalán -un castellano traducido y a trompicones- que oyen en el aula de boca de profesores que eran competentes en castellano y que se vieron obligados a impartir sus clases en una lengua que no dominan. La diglosia obtenida por los ingenieros sociales del nacionalismo hace que la inmensa mayoría de alumnos se pase al castellano tan pronto como sale de clase. En la gran mentira del catalanismo contemporáneo, ese castellano alcanzaría el mismo nivel, o mejor, que el de un alumno de Valladolid, pese a dedicársele apenas un par de horas semanales y tratarlo como una lengua extranjera. Es una de esas mentiras mil veces repetidas y sin ninguna base. Naturalmente, el castellano que usa la víctima tipo de la inmersión será el de la telebasura y el de ‘tuíter’. Salvo, como quedó dicho, en familias leídas y cultas -entornos siempre minoritarios- o mediando un esfuerzo extra que nadie exige al chaval, salvo sus querencias y su sensibilidad. Tras la inmersión solo hay clasismo.