José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La redención de los errores del expresidente de Cs consiste en el voto de sus diez diputados a Sánchez como mal menor y para evitar que el Gobierno quede al arbitrio de los separatistas
“Ciudadanos: certificado de defunción”. Este era el título del artículo de uno de los fundadores del partido, Félix Ovejero, publicado en el diario ‘El Mundo’ el pasado día 17 de noviembre en el que sostenía que “Cs, sencillamente, está muerto”. Entre otras razones, según el autor, porque los naranjas han “contribuido, sin pretenderlo, a consumar un inquietante efecto lateral: el desquiciado matrimonio entre la izquierda y el nacionalismo”. Y continuaba: “Si a eso se añade un PSOE en manos de un político carente de escrúpulos morales e ideológicamente vacuo que, si no respeta el principio de contradicción, difícilmente va a respetar la Constitución, podemos echarnos a temblar”.
Es difícil disentir del diagnóstico de Félix Ovejero, como también lo es hacerlo de la definición con la que Francesc de Carreras describió a Albert Rivera: “Un adolescente caprichoso” (‘Querido Albert’ en ‘El País’ de 14 de junio). De tal modo que la combinación de un Sánchez que quiso ser investido en julio al estilo medieval (“por la gracia de Dios”) con un Rivera irresponsable, nos ha traído al lugar en el que estamos en el que reina un desconcierto general y el temor a una grave crisis institucional con la Constitución, que ayer cumplió 41 años, en un serio deterioro.
Más de un millón de los electores de Ciudadanos en abril se refugiaron en la abstención, otro tanto dividió su voto entre el PP y Vox y solo retuvo 1.600.000 sufragios que, por mor de la ley electoral, le dejaron con 10 escaños, por detrás, no sólo de Unidas Podemos, sino también de Vox y hasta de ERC, grupos todos ellos a los que en abril pasado Cs había superado con sus flamantes 57 asientos en la Cámara baja. Tras la catástrofe electoral, Rivera se ha ido flamencamente, sin un acto de contrición, sin la grandeza de una renuncia correctora de errores –no los mencionó- y, sobre todo, sin tratar de proyectar el futuro de su partido después de su fallida gestión, resultado de una soberbia sordera a todas las advertencias y consejos.
Pero la causa adicional de que Ciudadanos sea un partido moribundo reside en la manera en la que su presidente dimitió el 11 de noviembre. Era imposible que no lo hiciera porque, de mantenerse en el cargo, hubiese sido la viva imagen del ridículo. El discurso de despedida confirmó la banalidad de un personaje que creímos solvente. Dijo que se iba para emprender una nueva vida en la que aspiraba a ser “mejor padre, mejor hijo y mejor compañero”, como si su vida privada tuviese alguna trascendencia colectiva.
Al establecer un patrón de autocrítica tan ínfimo, sin aludir hacia dónde debía ir el partido para enmendar sus propios yerros, Rivera dio la medida de su escasa capacidad y de su dudosa responsabilidad, provocando un vacío total en los dirigentes que se quedaron con el marrón de administrar la debacle. Dos apariciones posteriores de Rivera (despidiéndose, sonriente, del Congreso de los Diputados, y anunciando como un “influencer” su próxima paternidad) acreditan que este hombre pasará a la historia –grande o pequeña en función de lo que vaya a pasar con nuestro sistema constitucional vigente- severamente reprobado.
Al establecer un patrón de autocrítica tan ínfimo, sin aludir hacia dónde debía ir el partido, Rivera dio la medida de su escasa capacidad
Hay políticos que, al asumir sus errores, se redimen. Otros, los que no lo hacen, cavan más profunda la tumba de su fracaso. Este último ha sido el caso de Albert Rivera que renunció con la misma frivolidad con la que condujo a su partido, al menos, desde diciembre de 2018. El gran defensor de la Constitución, de la unidad de España, de la regeneración, de la corrección de esa disfuncionalidad del sistema que entrega la llave de la gobernación a los independentistas y nacionalistas, consiguió bajo su mandato que Ciudadanos no solo no atendiese a todo esos fines fundacionales, sino que agravase los males que dijo pretender remediar.
De tal manera que la “damnatio memoriae” (la condena de la memoria) de Rivera, que los romanos aplicaban a las personas públicas nefastas, consista en que la actual dirección provisional vote la investidura de Sánchez (si aún hay tiempo para quebrar el curso de los acontecimientos) y evitar así el mal mayor de que el gobierno de España dependa de los republicanos catalanes. Un sí al secretario general del PSOE, un sí a Iglesias y a UP, permitiendo que el PP ejerza en plenitud la oposición y el país disponga de alternativa. Es una grave penitencia, un enorme sapo político. Tan grave como la decepción imperdonable, y el daño, que Rivera y su entorno han causado al sistema político español.