EL CONFIDENCIAL 11/01/15 · CARLOS SÁNCHEZ
· El poeta romántico Heine, que padeció como pocos la iniquidad de la censura, presagió un siglo antes del horror nazi lo que al mundo se le venía encima. “Ahí donde se queman libros”, sostenía, “se acaban quemando también seres humanos”.
La historia le dio la razón. El continente que parió la Ilustración sucumbió ante el terror totalitario. E incluso alguien tan racional como Adorno llegó a exclamar -era algo más que una súplica- que escribir poesía después de Auschwitz era un “un acto de barbarie”.
No tenía razón. Si algo ha demostrado el ataque contra Charlie Hebdo es que el humor, como la poesía, forma parte de las señas de identidad de Europa. Y por eso cuando en la disputa política se frivoliza manoseando conceptos como ‘fascista’, ‘comunista’, ‘extrema derecha’, ‘extrema izquierda’, xenofobia o ‘todos los musulmanes son iguales’ lo que en realidad se hace es banalizar el significado último de los movimientos totalitarios. Como sostuvo una vez de forma lúcida e irónica la diputada Irene Lozano para llamar la atención sobre la ligereza en el uso de conceptos políticos criminales: “Esto se nos llena de nazis”.
· Cuando suceden matanzas como la de París sólo hay que mirar alrededor para comprobar que el viejo continente es todavía hoy un oasis irrenunciable en un mundo convulso. De ahí que sea inconcebible que muchas publicaciones de sociedades democráticas y abiertas se hayan autocensurado hurtando a sus lectores las viñetas de ‘Charlie Hebdo’.
Ese es, en realidad, uno de los principales problemas de Europa, donde la confusión ideológica alumbra el oportunismo político. Hasta el punto de que el propio sistema de valores se ningunea por algunos como si hoy Europa fuera un lugar lúgubre o en el que se persigue la libertad. Por eso, cuando suceden matanzas como la de Charlie Hebdo sólo hay que mirar alrededor para comprobar que el viejo continente -con todos sus problemas y penalidades- es todavía hoy un oasis irrenunciable en un mundo convulso. De ahí que sea inconcebible que muchas publicaciones de sociedades democráticas y abiertas se hayan autocensurado hurtando a sus lectores las viñetas de Charlie Hebdo.
Puede parecer una obviedad, pero no lo es. Los salvapatrias han encontrado un hueco para sacar la cabeza a través de partidos xenófobos, populistas o simplemente demagogos que inventan la realidad haciéndonos creer que la suya es la verdadera. Y en su propia miseria son incapaces de entender (porque verdaderamente no quieren hacerlo) que el conflicto social existe, aunque sea doloroso. Muy doloroso admitirlo a veces.
Las armas de la razón
Pero una cosa es combatir la barbarie con las armas de la razón y otra muy distinta poner en solfa el sistema de valores degradándolo para satisfacer las vísceras, haciendo buena aquella vieja formulación de Hegel cuando sostenía que algunos querían cortar cabezas como si fueran coles para defender la libertad absoluta (los Robespierre de toda la vida).
· La inmensa mayoría de los atentados terroristas provocados por Hezbolá, Boko Haram, Al Qaeda o el Estado Islámico se realizan contra los propios musulmanes, y sólo una minoría afecta a ciudadanos o países occidentales. Es obvio que no consuela en absoluto, pero no conviene perder la perspectiva sobre las consecuencias del fanatismo.
Como ha recordado en estas mismas páginas el profesor Calduch, la inmensa mayoría de los atentados terroristas provocados por Hezbolá, Boko Haram, Al Qaeda o el Estado Islámico se realizan contra los propios musulmanes, y sólo una minoría afecta a ciudadanos o países occidentales. Es obvio que no consuela en absoluto, pero no conviene perder la perspectiva sobre las consecuencias del fanatismo.
El salafismo yihadista, por lo tanto, a quien realmente está golpeando es a los propios musulmanes, y son ellos quienes deben elaborar -a través de procesos de estabilidad política en la región- una estrategia para acabar con el salvajismo. No existe, por ello, choque de civilizaciones, lo que se ha producido es un proceso de derribo de los Estados-nación alentado por EEUU y Europa desde incluso antes de la caída del muro: Libia, Siria, Irak, Afganistán o Yemen. Y ese espacio es el que ha sido ocupado ahora por sectas religiosas financiadas con la droga o con el petróleo. Incluso, por Estados islámicos con quienes los países occidentales hacen jugosos negocios, y que de una forma deliberadamente ambigua buscan la hegemonía de su propio credo islámico.
El nombre de algunos estados teocráticos los podemos ver en las camisetas de enormes clubes de fútbol. Y muchos de los grandes empresarios o jefes de Estado europeos ríen las gracias a quienes por debajo de la arena del desierto amparan a grupos armados que son mucho más sanguinarios que los propios Estados tiránicos que Occidente animó a destruir de una forma irresponsable.
Trasladar la ofensiva diplomática a la región que verdaderamente está en conflicto -opción que nada tiene que ver con nuevas intervenciones militares– no significa, sin embargo, carecer de estrategia interior o caer en la más absurda de las ingenuidades o en eso que ahora se denomina buenismo.
Como ha puesto de manifiesto Carola García-Calvo, investigadora del Instituto Elcano, las segundas generaciones de inmigrantes “son especialmente vulnerables a los procesos de radicalización”, fundamentalmente por crisis de identidad relacionadas con déficits de asimilación cultural.
Yihadismo extranjero
Para combatir esos déficits, los yihadistas ofrecen soluciones generando una fuerte identidad colectiva de pertenencia a una comunidad. En este caso, la construcción de una nueva realidad sobre la base de la fuerza. Algo que explica, como sostienen Reinares y García Calvo, que, en el caso español, pese a tratarse de yihadistas extranjeros, siete de cada 10 individuos condenados por actividades relacionadas con el terrorismo o muertos en actos de terrorismo suicida entre 1996 y 2012 se radicalizaron total o parcialmente en España arrastrados hacia el infierno por activistas carismáticos entrenados en el exterior.
· La demagogia hace mella y crea la falsa impresión de que Europa es una fortaleza o un coladero. Cuando no debe ser ni es ni una cosa ni otra. Debe seguir siendo un espacio de libertad, lo cual no es incompatible con la necesidad de poner orden en los flujos migratorios.
Los flujos de inmigración, por lo tanto, cumplen un papel fundamental en la prevención del terrorismo evitando el nacimiento de nuevos guetos capaces de crear un caldo de cultivo adecuado para avivar el mal. De ahí que el manejo de las políticas migratorias como un instrumento de acción política y humanitaria debería estar fuera del debate político más allá de lo razonable.
No para acabar con el terrorismo, que en última instancia afecta a grupúsculos criminales, sino para que la violencia asesina no fomente el nacionalismo excluyente. El desprecio a ‘lo extranjero’ no suele proceder de la aversión al terrorismo, sino, sobre todo, tiene su origen en quienes consideran que los inmigrantes compiten con los nacionales por los mismos salarios o por las mismas prestaciones públicas (vivienda, pensiones, educación…). Ahí está el origen de la xenofobia. Y el terrorismo no es más que un multiplicador.
Sorprende, en este sentido, la disposición de los líderes europeos para marchar juntos este domingo en París contra el salvajismo y el horror terrorista, pero esa unidad no puede esconder su incapacidad para establecer de una vez una estrategia común en materia de flujos migratorios que en ningún caso puede ir contra la esencia de Europa en materias como el asilo político o la simple acción humanitaria. Precisamente, aquello que quieren alterar los terroristas cuando atacan de forma despiadada a Chalie Hebdo y toda la escala de valores que representa el semanario satírico.
La demagogia, sin embargo, hace mella y crea la falsa impresión de que Europa es una fortaleza o un coladero. Cuando no debe ser ni es ni una cosa ni otra. Debe seguir siendo un espacio de libertad, lo cual no es incompatible con la necesidad de poner orden en los flujos migratorios. Precisamente, para evitar la marginalidad, la falta de empleo, la degradación del tejido urbano o el deterioro de los sistemas educativos, que en el fondo son los argumentos que están detrás de lo que ha pasado en París.