Ignacio Camacho-ABC
- Los personajes de Le Carré son seres de perfil moral ambiguo que se mueven en un claroscuro de conflictos sin sentido
La verdadera literatura no consiste sólo en armar frases bellas o en procurarse un estilo, sino en construir historias interesantes, creíbles, coherentes, y poblarlas de personajes cuyos rasgos distintivos logren conformar un universo característico que los lectores sean capaces de identificar por sí mismos. Eso es lo que convirtió a John Le Carré en uno de los escritores más representativos del último siglo, y desde luego en uno de los más leídos: su talento para crear un mundo propio, intenso, reconocible en una narrativa de pulso seco y trazo preciso; un paisaje moral, social y político por el que transitan individuos de conducta sinuosa y perfil ambiguo retratados con un distanciamiento elegante, hermético, áspero y frío, sin concesiones a la emotividad ni al sentimentalismo. Un espacio de ficción documentada y verosímil en el que habitan tipos vidriosos asomados al abismo de la traición, balanceándose en el filo del peligro o braceando contra un angustioso destino de piezas menores en el ajedrez de los grandes conflictos. Un claroscuro de situaciones sin sentido disfrazadas con el ropaje idealista de la vocación de servicio para esconder la sórdida realidad del espionaje, la guerra, el tráfico de armas o el terrorismo.
Todo ese sombrío cosmos novelesco lo levantó Le Carré desde la amargura de su experiencia. En sus memorias -«Volar en círculos»- ajusta despectivas cuentas con un padre borracho, violento y estafador, un perfecto sinvergüenza que despojó para siempre su mirada de afecto y la blindó de una aspereza neutra, resabiada y gélida. Su obra está impregnada de un aire glacial que va más allá de la flema británica para adentrarse en una suerte de impasibilidad escéptica respecto a causas, compromisos e ideas, aunque ya rico y famoso proclamase cierta afinidad de conciencia con la izquierda. Pero en sus libros no rige más ley que el espíritu de supervivencia de gregarios situados en encrucijadas turbulentas: la Guerra Fría, el eterno enfrentamiento judeo-palestino, el yihadismo, la trastienda de las grandes corporaciones químico-farmacéuticas. Encontró un modo oblicuo de entrar en los problemas candentes de la Historia moderna: por la puerta de atrás ante la que un montón de criaturas pequeñas sirve de carne de cañón en escaramuzas sin heroísmo ni épica.
Sus relatos no atrapan por la belleza del lenguaje sino por la aséptica crudeza con que describen los hechos, sea la preparación de una bomba o una fuga del Telón de Acero. Hay mucho de periodismo en ese magnético escrúpulo detallista por los materiales directos. Pero sobre todo hay un pesimismo lúgubre sobre el progreso de una condición humana entregada a una espiral autodestructiva sin freno. Ésa fue la lección que aprendió en su antiguo oficio de agente secreto: la ausencia de nobleza en el juego de espejos con que el poder oculta su trasfondo más siniestro.