La Nación remordida

ABC 09/09/15
IGNACIO CAMACHO

· Frente a la fe soberanista, España ha ido perdiendo cohesión identitaria. La nación que existe duda más que la que no

LA gran ventaja de los soberanistas sobre el resto de los españoles –y por supuesto sobre el resto de los catalanes– consiste en que ellos tienen muy claro el concepto de nación que desean. La construcción nacional es su proyecto unívoco, su bandera emocional, su obsesión histórica: el elemento casi mitológico que da sentido a su acción política. Frente a ese impulso creciente de redentorismo iluminado, España ha ido perdiendo cohesión respecto de su identidad, envuelta en una eterna discusión sobre su estructura territorial, su modelo de Estado y hasta sobre el propio concepto de sí misma. La nación que existe duda más que la que no. Y hasta se siente culpable.

Ese interrogante interior de España queda plasmado en el debate de su clase dirigente. En una democracia estable es normal que los dos grandes partidos de gobierno discrepen sobre el modelo de sociedad, pero resulta una anomalía que lo hagan sobre el de nación y aún más que este desajuste esencial quede mediatizado por enfoques ideológicos. En este momento la comunidad española está mucho mejor cosida con lazos afectivos que políticos. Sin embargo un Estado no es un artefacto sentimental sino un sistema administrativo y jurídico. Organizado en torno a unos valores comunes que hoy por hoy, a tenor de los reparos a la Constitución, no parecen del todo definidos.

El desafío secesionista ha aprovechado esa fisura. Por razones de mala conciencia o sesgada interpretación histórica, la izquierda ha asimilado la idea de unidad nacional a un resabio de la dictadura en vez de a un criterio de igualdad ciudadana. Se la ha regalado a la derecha en vez de disputársela y se ve obligada a compensar esta carencia a base de piruetas intelectuales y ensayos retóricos de fórmulas mal resueltas. Desde el federalismo a la nación de naciones. Los más radicales coquetean con el derecho de autodeterminación sin concretar si lo desean para los pueblos, los territorios o las personas. La campaña catalana parece, en el bando teóricamente constitucionalista, un catálogo de variantes a la carta en el que la coincidencia de principios básicos requiere matices diferenciales vergonzantes y autoexculpatorios. Los soberanistas no necesitan de tornasoles ni terceras vías porque sólo tienen una y tan resuelta que han tirado a la basura el billete de retorno.

En realidad se trata de una cuestión psicológica de remordimiento colectivo. Mientras el independentismo siente orgullo de su fe identitaria al calor del mito de la emancipación, falta una conciencia unionista liberada de complejos. El titubeo de la socialdemocracia ejemplifica ese temblor desasosegado, casi contrito, ante una españolidad integradora y un Estado-nación igualitario. A la vuelta del tiempo ha acabado cuajando con seriedad la broma canovista de que la condición de españoles sólo rige en España para quienes no pueden ser otra cosa.