La represión

ABC 09/09/15
DAVID GISTAU

· Hubo quien le dijo no a Hitler, pero Guardiola no le dijo no a Ángel María Villar y Manolo el del Bombo

LA maldad congénita del Estado español, lo mismo en la dictadura que en la democracia, se constata al reparar en ciertas técnicas de represión astutas y sofisticadas, casi diabólicas, que un régimen heredó del otro. Tomemos como ejemplo a esos actores veteranos, de la época del Café Gijón, que blasonan de antifranquismo, no ya en cualquier acto de militancia o entrevista que se les haga, sino con los vecinos en el ascensor, cuando lo habitual, si el silencio se hace embarazoso, es decir parece que va a llover: «Yo siempre me he caracterizado por mi lucha antifranquista, ¿sabe usted?».

A muchos de esos actores, que no nacieron tarde para luchar contra Franco como otros que lo hacen ahora con gran empeño retrospectivo, no los recuerda uno durante el franquismo perdidos en el exilio o encarcelados, sino trabajando sin parar. Ya fuera en comedias del desarrollismo, en adaptaciones teatrales o en dramas románticos de modistilla y guardia urbano, enlazaron un estreno con otro hasta alcanzar el brillo de estrella famosa que ya nunca remitiría. Ahí es donde surge la sutil perfidia del Estado. En lugar de neutralizar por las bravas a estos heroicos individuos, los sometió a un proceso de tentaciones fáusticas para corromperles el alma haciéndolos triunfar y vivir holgadamente. No debe de ser fácil envejecer con eso en la conciencia. Con razón exageran luego el relato personal del compromiso. Dicho sea de paso, estas debilidades de la condición humana no son particulares del Café Gijón: en Francia, el mito de la indoblegable resistencia cultural al nazismo tuvo que fabricarlo De Gaulle al mismo tiempo que su república. Como en Argentina hubo que inventárselo a no-exiliados como Sábato.

La democracia española operó con sus antagonistas con la misma inquietante sofisticación. Tomemos ahora un ejemplo más actual, el de Guardiola. Él fue siempre un militante independentista, sin otro compromiso moral ni otra camiseta que la estelada, al que España ni siquiera concedió el prestigio de la persecución. Al revés. Agarró a Guardiola y lo llevó a lucirse en mundiales y eurocopas, le permitió acceder a los campeonatos de trascendencia universal, y todo ello sin cometer siquiera el error de pedirle que dejara de mascar chicle durante el himno. Para Guardiola, tuvo que ser traumático. El valiente almogávar leído, límpido él de principios y nociones del deber patriótico, incapaz de decir no a España aun sabiendo que, como los aqueos, a España hay que temerla más cuando trae regalos. Hubo quien le dijo no a Hitler, hay un hermoso libro de Joachim Fest basado en esto, pero Guardiola no le dijo no a Ángel María Villar y Manolo el del Bombo.

Tampoco en este caso ha de extrañarnos la exageración del compromiso, proporcional a cuanto no se hizo cuando hubo oportunidad pero acarreaba un coste. Malvada esta España que desde hace décadas comparte con Cataluña libertad, prosperidad, europeísmo y mundiales de fútbol, y que sólo lo hace por reprimir subrepticiamente.