EL PAÍS 06/12/15
FRANCESC DE CARRERAS
· Hace falta que las fuerzas políticas lleguen a un acuerdo sobre los cambios apropiados para una Constitución digna de elogio. Todo ello no puede someterse al debate de la campaña electoral ni depender de mayorías escasas
Hoy hace 36 años que los españoles aprobaron por abrumadora mayoría la actual Constitución. ¿Sabían lo que votaban? Sin duda. No conocían la letra menuda, pero sí los grandes principios y los nuevos valores. Eran perfectamente conscientes que al aprobar una constitución pasaban definitivamente de una dictadura a una democracia, de un Estado sin derechos a uno con derechos fundamentales debidamente tutelados, de un Estado hipercentralizado a otro con autonomías. En definitiva, los españoles confiaban al depositar su voto afirmativo a la Constitución que España debía parecerse a los demás Estados europeos, aquellos que envidiaban al traspasar nuestras fronteras del norte.
Durante los dos años anteriores a 1978, los años de la transición, ya se había comenzado a experimentar la libertad; en sus conciencias los españoles habían adquirido confianza en sí mismos, se había roto aquel absurdo maleficio tan interiorizado de que no podíamos gobernarnos a nosotros mismos, de que la democracia nos conducía inevitablemente a la confrontación violenta.
La España de los siglos XIX y XX —ahora lo comprueban los historiadores analizando fríamente hechos y datos— no fue tan distinta a la de los países de nuestro entorno cultural. Con sus peculiaridades, el tránsito del absolutismo al liberalismo democrático, el periodo que va desde 1833 hasta 1936, se ajustó bastante a la normalidad europea. La anomalía española dentro de este marco occidental fue la cruenta Guerra Civil y la dictadura posterior, es decir, la anomalía fue el franquismo. ¡En pleno siglo XX, tras la Segunda Guerra Mundial!
Mientras en la Europa occidental de la posguerra se desarrollaban ampliamente la democracia y las libertades, se combinaba la economía de mercado con la intervención pública, los derechos sociales empezaban a proteger a los trabajadores frente a los desmanes del capitalismo, aquí estábamos todavía en una férrea dictadura, una cerrada autarquía y una pobreza generalizada. Es cierto que a partir del Plan de Estabilización de 1959 las cosas empezaron a cambiar, incluso muy rápidamente, pero con grandes costes sociales, en especial la emigración, que dieron lugar a nuevas contradicciones, también las políticas, y al surgimiento de una nueva España: la que fue protagonista de la transición política.
Entonces, en dos años, se articuló una nación española constituyente que culminó, tanto de forma simbólica como en la realidad, con la aprobación de la Constitución; la cual, a su vez, conformó una nación constituida, la actual nación española, es decir, el pueblo español, donde reside la soberanía de la que emanan los poderes del Estado, configurado como social y democrático de Derecho. Y si en esta nación constituida reside la soberanía, también a las nacionalidades y regiones que la integran se les reconoce la autonomía. Todo ello queda establecido de forma concisa en los artículos 1 y 2 de la Constitución: un Estado de las autonomías social y democrático de Derecho. Ahí empieza de forma irreversible una nueva España, la España constitucional, la España de hoy.
· Podemos decir, sin lugar a dudas, que la España constitucional ha sido un éxito
Digo una obviedad al sostener que la historia de esta España constitucional ha sido la historia de un éxito. Alfonso Guerra, personaje clave para alcanzar el gran acuerdo constitucional, dijo de forma expresiva poco después de acceder el PSOE al Gobierno que en pocos años “a España no la reconocerá ni la madre que la parió”. Y tenía razón, efectivamente fue así.
En pocos años, los cambios fueron asombrosos. De la anomalía pasamos a la normalidad: España pasó a ser una nación europea más, y no sólo eso, fue también una de las más dinámicas, experimentó un fuerte crecimiento económico, con un régimen de derechos y libertades modélico, donde las clases medias se ampliaron notoriamente, las empresas exportaron e invirtieron en el exterior, una España que tuvo un papel protagonista en la UE y que entró en el euro. Todo ello no fue debido sólo a la Constitución, por supuesto: el derecho tiene una fuerza imprescindible, pero limitada. Ahora bien, el marco jurídico que estableció fue el idóneo para que esa gran transformación sucediera. Por eso podemos decir, sin lugar a dudas, que la España constitucional ha sido un éxito.
Sin embargo, tras la gran crisis de fines de la anterior década apareció el malestar: por la economía, por la corrupción y por la política. En este ambiente, hoy soplan vientos de cambio y también afectan a la Constitución. Tanto la opinión pública como los expertos parecen exigir, o al menos desear, cambios constitucionales. También algunos partidos — PSOE, Ciudadanos y Podemos— han elaborado propuestas e incluso el PP, al fin, parece no oponerse a tratar del tema. Ante ello cabe hacer dos consideraciones previas.
En primer lugar, no creo que el inmediato escenario de campaña electoral sea propicio para debatir, cada uno desde su particular visión, cuáles deben ser los cambios más convenientes. Es el momento de actuar en positivo: basta con ponerse de acuerdo en que, gane quien gane, sea cual sea el nuevo Gobierno, habrá voluntad política de iniciar los estudios pertinentes para proceder, en su caso, a una reforma constitucional. De momento, ya sería un gran paso que hubiera consenso sólo en eso.
Además, la misma naturaleza de una reforma constitucional exige este planteamiento. En las campañas electorales, los partidos proponen sus programas de gobierno, aquello que se comprometen a llevar a cabo en caso de acceder al mismo. Para aprobar una reforma constitucional no basta la voluntad de un Gobierno de mayoría, aunque sea absoluta: hacen falta, según la Constitución, mayorías mucho más amplias —de tres quintos o dos tercios— y es deseable, para alcanzar un consenso equiparable al de 1978, porcentajes aún más elevados. Por tanto, el contenido de una reforma constitucional no puede exhibirse como un programa electoral de gobierno; sólo es congruente con la naturaleza de la propia reforma mostrar que se está dispuesto a estudiar, conjuntamente con los demás partidos, su conveniencia.
En segundo lugar, ya en esta fase de estudio, con la nueva composición de las cámaras, antes de proponer soluciones, lo mejor sería llegar a un acuerdo sobre los problemas que requieran reforma. Una vez detectados por consenso estos problemas, puede procederse a estudiar cómo resolverlos, valorando las diversas soluciones antes de optar por la más adecuada.
Reformemos, sí. Se necesitan algunas —pocas pero sustanciales— reformas. Pero escojamos bien los procedimientos para no equivocarnos en las soluciones o llegar a callejones sin salida que las impidan.