El Correo-IGNASI GUARDANS
Ninguna alternativa a la independencia planteada desde Cataluña es o será creíble mientras no se base en un amplio y renovado acuerdo político de futuro en el conjunto de España
En medicina se llama enfermedad crónica a las afecciones de larga duración y, por lo general, de progresión lenta. Por término medio, toda enfermedad que tenga una duración mayor a seis meses puede considerarse como crónica. Las enfermedades crónicas no se distribuyen al azar, sino que se ven más frecuentemente en determinadas personas, familias y comunidades como consecuencia de diversos factores ambientales que interactúan con un perfil genético vulnerable».
Es posible que esta definición tomada de Wikipedia tenga lagunas científicas. Pero, sin abusar de la metáfora, me parece que refleja con bastante claridad la situación de Cataluña y de España en este mes de septiembre de 2018.
No me apetece discutir las causas, el combinado de factores objetivos y/o inventados que nos han traído hasta aquí: ése es debate para historiadores, que sabrán distinguir lo que son ‘causas’ de lo que fue pura sucesión temporal de acontecimientos. Pero sobre el presente sí creo que hay dos realidades esenciales cuya negación me parece propia de locos o de irresponsables. Y ni los unos ni los otros deberían tener nunca funciones de gobierno.
Primera realidad: España es una realidad política, histórica, jurídica, económica y social que no se va a desintegrar por una acción pacífica y unilateral de los ciudadanos de una parte de su territorio. No hay precedente en la historia de la independencia de una parte de un país que no sea resultado de una victoria militar o del acuerdo entre el Estado originario y la parte que lo abandona. La hipótesis de una independencia por vía bélica con victoria catalana la podemos descartar; pero la otra fantasía sí existe, por absurda que pueda parecer. Piensan algunos miles o millones de catalanes que llegará un momento en que un Gobierno de España y su Parlamento aceptarán pacíficamente renunciar al 16% de su población, a cerca del 20% de su PIB, y a romper con siglos de historia compartida. Y así nacerá una república aplaudida por la comunidad internacional. Que no solo el resto de España, sino la mitad de la población catalana rechace ese planteamiento no frena la fantasía.
Y no va a ser posible avanzar sin que todos los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña (y sus dirigentes) entiendan, asuman, interioricen, que eso no va a ocurrir jamás. O quizá el mismo día en que se reinstaure a un Borbón en el trono de Francia o Estados Unidos acuerde someterse de nuevo al Parlamento de Westminster.
Pero, por supuesto, hay otra realidad tan auténtica como la anterior. En Cataluña cerca de la mitad de la población siente un creciente rechazo a España. Podemos discutir si tal rechazo es a una España real o a una España de caricatura que amplía defectos y deformidades y oculta virtudes y elementos positivos, tal como la presentan tantos medios catalanes empezando por TV3. Pero tanto si es con fundamento real o sin él, ese rechazo corrosivo, visceral, no hace sino crecer día a día en distintos estratos de la sociedad. Y hay más: una inmensa mayoría de los catalanes, en cifras que rondan al 80% de la población, desearía modificar el actual ‘statu quo’ de la relación con el resto de España. Por eso la división de Cataluña en dos mitades es parcialmente falsa, porque en la mitad no independentista hay también enormes ansias de cambio estructural y de una consulta ciudadana que lo ratifique.
Es tan demencial engañar a la gente como si esa nueva república de fantasía estuviera cerca, como es gravemente irresponsable gobernar (o aspirar a hacerlo) creyendo que en cuanto pase este momento por alguna acción milagrosa regresaremos todos unidos y hermanados al mundo feliz de la actual Constitución y el actual Estatuto.
Claro que es necesario proteger a las víctimas de una sociedad rota y de unos líderes que sólo buscan bronca para crecer. La ocupación asfixiante del espacio público al servicio de los ideales independentistas es injusta e insoportable. Como lo es el actual uso torticero y propagandístico de los medios públicos de comunicación. Y no cuestiono la legítima aplicación del Código Penal a quienes intentaron imponer su voluntad por la fuerza desde el poder que se les había confiado. Pero limitarse a defender un modelo territorial bajo la tutela eterna del Código Penal o del artículo 155 es estar ciego ante la realidad, hipotecar gravemente la estabilidad política y económica de España; y en la práctica supone empujar a muchos catalanes a los brazos de quienes sí les ofrecen una alternativa, aunque no nos resulte creíble y se plantee en términos de revuelta o revolución imposible.
Y ahí está buena parte del problema: ¿qué ofrecemos quienes desde legítimas opciones ideológicas y sociales distintas deseamos seguir construyendo un futuro común? Los independentistas, todos, saben lo que quieren y defienden, aunque discutan internamente sobre tiempos y medios. Pero los demás ¿acaso no tenemos más discurso u oferta política común que el intentar que no lo consigan? La ‘no-república’ no puede ser un proyecto suficiente. Sí, se repite que hace falta diálogo entre catalanes para avanzar. Cierto. Pero ninguna alternativa a la independencia planteada desde Cataluña es o será creíble mientras no se base en un amplio y renovado acuerdo político de futuro en el conjunto de España. Quienes sean capaces de construirlo prestarán un gran servicio al país.