Ignacio Camacho-ABC
- En la escena política catalana, la anomalía adquiere el carácter natural, fluido, casi lógico, de un estatus legítimo
El último pero no definitivo despropósito del destruido sistema político catalán son las elecciones de 14 de febrero y todo lo que las rodea. Por más que técnicamente sea posible celebrarlas, como alega el Gobierno y ha confirmado la justicia -a costa de vestir a los miembros de las mesas como si fuesen a entrar en una UCI-, nadie en sus cabales puede entender que se deje votar y participar en una campaña a ciudadanos que sufren serias restricciones cotidianas en su movilidad, sus relaciones familiares o sociales y su trabajo. Más anómalo aún, directamente esperpéntico, resulta que las autoridades nacionalistas, al ver revocado su intento de moratoria, hayan autorizado la ruptura de confinamientos perimetrales para asistir a mítines y a continuación desaconsejen a la población hacer lo que han permitido. Cualquier incongruencia, extravagancia o simple chaladura es posible en el marco de una escena institucional asolada desde hace mucho por un trastorno de ensimismamiento asociado a inquietantes síntomas sociales de tergiversación cognitiva.
La novedad del caso es que el Ejecutivo de la nación se haya sumado esta vez al habitual aquelarre soberanista, supeditando los intereses generales a un oportunismo que en plena crisis pandémica frisa la dejación de responsabilidades. A despecho de la distorsión que la presumible abstención provocará en los resultados, Sánchez ha sentido un repentino apremio por completar el diseño de su estructura de poder con un tripartito en Cataluña que según sus cálculos demoscópicos tiene al alcance. No le ha importado para ello desatender la extrema tensión sanitaria con el relevo del ministro del ramo, ni bloquear las imprescindibles medidas de emergencia que reclaman las autonomías, ni desproteger a los propios votantes catalanes. Ha puesto la política, en el sentido más mezquino del término, por delante de la salud pública y de las vidas que el Covid pueda cobrarse.
Y como no hay en este desquiciado contexto ninguna irregularidad que provoque ya escándalo, la Generalitat ha excarcelado por su cuenta a los líderes del procés como estrambote de este desvarío generalizado. El separatismo carece de empacho para proclamar a un fugitivo y a un convicto de sedición como sus verdaderos candidatos, sin que ni el Ejecutivo ni la sociedad a la que piden el voto muestren la menor disposición a reprochárselo. Todo es un extravío, un desbarre irracional en torno a estos comicios en los que la anomalía adquiere el carácter natural, fluido, casi lógico, de un estado de cosas legítimo. Sólo que hasta ahora el monopolio del dislate lo conservaba el independentismo pero ahora es el Gobierno de España el que parece decidido a disputarle la exclusiva de la arbitrariedad, la insensatez y el capricho. Era previsible: en ausencia de principios, la enajenación es tan contagiosa como el más dinámico de los virus.