- Reverbera en la izquierda de la izquierda la nostalgia de un expansionismo de marchamo soviético y de referencia estalinista
La mayor operación política de rectificación de una decisión programática de envergadura y de orden internacional la consumó Felipe González el 12 de mayo de 1986. Sometió a referéndum consultivo (artículo 92 de la Constitución) la permanencia, en determinadas condiciones, de nuestro país en la Organización del Atlántico Norte (OTAN) después de haber propugnado la salida de esa alianza defensiva integrada ahora por 29 países tras sucesivas ampliaciones. Aquel giro incorporó a España a la solución europea cumpliendo el consejo orteguiano que el secretario general del PSOE supo interpretar mejor que nadie.
El referéndum dividió profundamente a la izquierda española. El Partido Comunista, dirigido por Gerardo Iglesias, abanderó la oposición a la permanencia en la OTAN instada y lograda por el centrista Leopoldo Calvo Sotelo en 1982; y el dramaturgo Antonio Gala encabezó una plataforma cívica contra el sí en la consulta. Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores, dimitió, y personalidades relevantes del PSOE abandonaron el partido. Hasta en la prensa afín a los socialistas se produjo una fuerte sísmica: Javier Pradera, uno de los más excepcionales columnistas del periodismo español de las últimas décadas, dimitió como jefe de Opinión de ‘El País’ por la posición favorable del periódico a la propuesta de González.
Sin embargo, el presidente socialista, seguro de que España no podía salir del Pacto Atlántico después de haberse incorporado, apostó su propia carrera política. Y ganó la apuesta. Con una participación del 59,42% sobre un censo de más de 29 millones de ciudadanos, venció el sí con un 56,85% frente al no que obtuvo un 43,15%. Paradójicamente, la entonces Coalición Popular (AP, PDP y Partido Liberal) propugnó la abstención. La negativa se impuso en cuatro comunidades: Cataluña, País Vasco, Navarra y Canarias. En las elecciones generales de ese, año el PSOE obtuvo su segunda mayoría absoluta (184 escaños).
Aquel éxito de González dejó herida a la izquierda española que a propósito de la amenazante actitud de Rusia hacia Ucrania ha vuelto ahora a enfrentarse entre sí. El PCE —a través de su secretario general, Enrique Santiago— y Podemos, bajo la portavocía oficiosa de Pablo Iglesias, han recriminado al Gobierno —sector socialista— la colaboración con los demás países de la OTAN por el envío de buques de la Armada y, de inmediato, de fuerza aérea, todo ello en el contexto de una política disuasiva para que Putin renuncie a una agresión impune a Ucrania como ocurrió en 2014 cuando anexionó Crimea a su inmenso país.
Vladimir Putin es un nostálgico de la URSS y, como ha escrito brillantemente Emilio Lamo de Espinosa en su galardonado ensayo ‘Entre águilas y dragones. El declive de Occidente’ (premio Espasa 2021), Rusia es una potencia «sobrevalorada» con una extensión inmensa —17 millones de kilómetros cuadrados—, poco poblada —143 millones de habitantes— y con graves hándicaps geoestratégicos y, singularmente, carencia de salidas a «mares cálidos y navegables» como señala el expresidente del Instituto Elcano en su obra (páginas 160 y siguientes) que subraya, sin embargo, su numeroso Ejército —un millón de efectivos— y la obligatoriedad del servicio militar.
La cercanía de China, superpoblada y pujante, y la pérdida de un cordón territorial de repúblicas que en la época soviética rendían vasallaje a Moscú, son circunstancias que han enfebrecido a Putin, un hombre agresivo y metálico que ordena injerencias constantes en países que antes pertenecieron a la URSS, entre ellos, Ucrania.
Tony Judt en su magna ‘Posguerra. Una historia de Europa desde 1945’ (editorial Taurus, 17 ediciones entre 2006 y 2021) ya advertía en el prólogo que el periodo 1945-1989 constituyó un tiempo de transición. Era de suponer que la gran Rusia, un país sistémico desde el siglo XIX, volvería por sus fueros, más aún cuando allí no se instaló la democracia liberal, sino una caricatura de régimen de partidos con elecciones amañadas y la oposición bajo una constante represión. La sorpresa de la agresividad rusa es relativa por previsible.
Era más difícil adelantar que el comunismo español, aunque residual, reaccionase a los estímulos de la nostalgia rusa de la URSS como lo ha hecho y en sintonía con Podemos. Las manifestaciones de rechazo a las lógicas decisiones preventivas del presidente del Gobierno y de los ministros de Defensa y Exteriores, similares a las de los demás miembros de la OTAN, reafirman que un sector de la izquierda en España sigue anclado en una visión ahistórica (*) del devenir occidental —Rusia es en expresión de Lamo de Espinosa «medio europea»— y salga en auxilio del expansionismo propio de una «potencia carnívora» en palabras del sociólogo español.
Aunque Iglesias ha querido refrescar el anacronismo de las posiciones del PCE y de Podemos con referencias a la guerra de Irak tratando de elaborar un relato evocador de acontecimientos contemporáneos, ha quedado nítido que esa izquierda a la izquierda del PSOE es viejuna y está emocionalmente vinculada a un tiempo pasado que creímos superado. Sin embargo, la vieja herida de la pertenencia española a la OTAN, el antiamericanismo basado en el apoyo al régimen franquista a partir de mediados de los años 50 del pasado siglo, la ensoñación de que Rusia sigue siendo el referente del anticapitalismo frente a la Europa Occidental y Estados Unidos y la explotación del «no a la guerra» de los primeros años de esta centuria, con el fracaso de las intervenciones norteamericanas que culminaron con su caótica retirada de Afganistán, han reverdecido los viejos mantras del izquierdismo menos aireado.
La izquierda española es tan cainita que ni siquiera cuando gobierna inéditamente en coalición —descontando los gobiernos de la II República— es capaz de ofrecer un rostro coherente y una mirada prospectiva. Una parte de ella no puede olvidar —no quiere— que la URSS y México fueron los países que colaboraron en la guerra civil con los republicanos y que fue la guerra fría la que explicó el sostenimiento de la dictadura franquista hasta que el dictador murió en su cama. Es la memoria histórica llevada a la melancolía más radical y decadente. La más incívica, porque reverbera en ella la nostalgia de un expansionismo de marchamo soviético y de referencia estalinista. Es esa izquierda —y no el PSOE— la facción militarista que observa con benevolencia al remedo del Ejército Rojo que comanda ahora un demediado Vladimir Putin.
(*) ‘Ahistórico’ se define como «algo que está al margen de la historia o del fluir del tiempo».