ENRIQUETA VILA VILAR / Miembro de la Real Academia de la Historia, ABC – 27/04/15
· Por mucho que los europeos nos empeñemos en el imposible de poner vallas al mar, nada se resolverá hasta que no aceptemos que estamos ante una nueva esclavitud con la que sólo se terminará cuando se ponga de manifiesto y se acabe con quienes sacan provecho de ella.
Han hecho falta dos catástrofes de una dimensión indescriptible para que los políticos de altos vuelos salgan de su letargo económico y, una vez más, se tengan que reunir con urgencia para resolver el problema que en Europa llamamos «inmigración». No sé en que terminará esta especie de auto sacramental laico que se está representando, que no dudo que se haga con buenas intenciones, pero que presiento que no resolverá nada hasta que no olvidemos nuestro papel victimista de acosados por una «inmigración» inasumible y aceptemos que de lo que se trata es de una nueva y lacerante forma de esclavitud en la que las víctimas son los africanos, que huyen de la miseria y el hambre, manejados por mafias. Como siempre. Igual que cuando los jefes de la costa atlántica preparaban expediciones al interior de sus territorios para capturar esclavos y tenerlos dispuestos en los puertos esperando los navíos europeos que los trasladaran a América.
Según épocas y lugares, la esclavitud ha sido una constante en la historia y en cualquier lugar del mundo, tal como se pone de manifiesto en bastantes obras, entre ellas la magnífica síntesis que hace Hugh Thomas en su libro Theslave trade, pero es indudable que su momento de gran expansión fue después de la llegada de los europeos al continente americano. Sin entrar en las causas que movieron a unos y a otros a lanzarse a este brutal comercio, hay que reconocer que la emigración forzada de esclavos a través del Atlántico fue «la creación conjunta de las potencias marítimas de Europa», según frase de David Brion Davis, profesor emérito de la Universidad de Yale y máximo especialista en la materia. La mayor y más acuciante demanda de africanos se producía en las Indias españolas debido a la drástica disminución de la población autóctona y a la prohibición de la corona española de esclavizar a los indios, y los españoles, que no tenían pericia en ese tipo de comercio ni fuentes de suministro, debieron acudir a los auténticos traficantes que fueron cambiando según las épocas –italianos, portugueses, franceses, holandeses e ingleses– con experiencia y territorios en África donde conseguir la mano de obra necesaria para las nuevas tierras.
Todo estuvo perfectamente reglado: se firmaban acuerdos, denominados asientos, con la potencia más preparada o más amiga, y se estipulaba minuciosamente en ellos desde el número esclavos que deberían transportarse cada año al precio que había que pagar por los derechos de entrada de cada uno, o desde el tiempo de duración del asiento hasta los puertos habilitados para recibirlos, que, durante más de dos siglos, fueron en exclusiva Veracruz, para el Virreinato de Nueva España, y Cartagena de Indias, para todo el continente sur. Más adelante, cuando el control se hizo menos riguroso, se permitió la entrada también por el puerto de Buenos Aires.
Durante los siglos XVI y XVII, pequeños navíos salían desde Sevilla después de recibir una rigurosa inspección de los oficiales de la Casa de la Contratación y emprendían el llamado comercio triangular, cuya ruta era Sanlúcar-África-América. Estas pequeñas embarcaciones, en las que siempre se cargaban más esclavos que los permitidos y en las que viajaban hacinados en las bodegas eran, a la vista de imágenes recientes, menos inseguras que las grandes barcazas o pateras que ahora naufragan en nuestras costas. Cuando los holandeses y, sobre todo, los ingleses se hicieron cargo de la trata, los barcos fueron bastante mayores y más sofisticados, y en ellos las bodegas se convertían en bateas para que los negros, tendidos, ocuparan menos espacio. Gracias a la desinhibición que los británicos han tenido siempre para contar su historia, podemos conocer unos grabados que se conservan en el Museo de la Esclavitud en Liverpool, que ha sido reproducido en numerosas ocasiones y que nos muestran imágenes difíciles de imaginar hasta estos últimos años.
La numerosa bibliografía sobre la esclavitud y su comercio es lo suficientemente amplia como para que no necesite extenderme más sobre un asunto que puede ser considerado como una de las mayores vergüenzas de la historia de Occidente. Una vergüenza admitida y compartida por una sociedad que se llamaba cristiana y que no tenía empacho en llegar a las armas para defender su propio credo. Algo imposible de comprender, que retrasó los estudios sobre este importante asunto hasta bastante después de la abolición y que obligó a los historiadores y sociólogos que desde mediados del siglo XX se lanzaron a ello sistemáticamente a despojarse de cualquier tipo de prejuicio para poder abordar el tema. Algo que creíamos finalizado desde que en 1886 y 1887 se prohibió el tráfico en Cuba y Brasil, los dos territorios más rezagados. Sin embargo, ahí sigue, con características aún más dramáticas en pleno siglo XXI, ante la pasividad de países e instituciones que se muestran como defensores de los derechos humanos.
Pero hace más de treinta años que estamos asistiendo a una nueva emigración de africanos mucho más dramática que la descrita. Más dramática porque no se trata de una emigración forzada por cautiverio, sino voluntaria, huyendo de la miseria, con el desgarro de dejar atrás terruño y familia; más dramática porque estos viajes no están reglados, sino en manos de mafias incontroladas; más dramática porque las embarcaciones son mucho más peligrosas que las que en el siglo XVI podían cruzar el océano; más dramáticas porque al emprender el viaje creen que van a llegar a un paraíso del que la mayoría de las veces son expulsados o marginados; y más dramática, sobre todo, porque al parecer no hay solución.
Resulta sorprendente que el mundo haya permanecido impasible ante un problema de tal envergadura, tal como ocurrió cuando la esclavitud estaba en vigor, y más sorprendente aún que la Unión Europea, la ONU o quienes tienen competencias se alboroten ante las tragedias que llegan a sus orillas y recogen los telediarios para, después de algunas medidas insuficientes o erróneas, despreocuparse hasta la próxima ocasión. ¿Quién se acordaba ya de lo ocurrido en las costas de Lampedusa en 2013? Un día y otro nos despertamos con la noticia de un número mayor o menor de personas a las que se han tragado las olas o que han muerto en el intento de cruzar unas barreras que les impiden entrar en un paraíso virtual que en mucho tiempo no podrán alcanzar. Algo que supone una visibilidad horrible, dantesca, cruel. Y lo más duro es la poca visibilidad de la intención de remediarlo, por la sencilla razón de que no se quiere ver el problema en su dimensión real. Claro que somos nosotros, los europeos, los que tendremos que resolverlo. Pero el problema es África –continente cainita y desgraciado donde los haya–, y la terrible situación de los habitantes de países como Eritrea, Libia o Somalia, manejados como siempre por mafias de su propia tierra.
Por mucho que los europeos nos empeñemos en el imposible de poner vallas al mar, nada se resolverá hasta que no aceptemos que estamos ante una nueva esclavitud con la que sólo se terminará cuando se ponga de manifiesto y se acabe con quienes sacan provecho de ella.
ENRIQUETA VILA VILAR / Miembro de la Real Academia de la Historia, ABC – 27/04/15