Un espectáculo inédito. El labrantío de Tierra de Campos presentaba el pasado septiembre un aspecto insólito. Sobre el rastrojo dejado meses atrás por las cosechadoras lucía entre el cañizo una pequeña selva verde ocupada por broza, cardos y plantas varias allí donde, como desde hace siglos, debía aparecer el barbecho gris tras el paso del cultivador encargado de dejar la tierra lista para la siembra. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se habían declarado en huelga los “labrantines” que decía Julio Senador, autor de “Castilla en Escombros”? La respuesta no dejaba de asombrar a los visitantes que se interesaban por el fenómeno. Y es que los eurócratas de Bruselas tienen vetado a los propietarios entrar en sus fincas con la maquinaria agrícola antes del 15 de septiembre. ¿Por qué hasta el 15 de septiembre? Supuestamente para proteger nidificaciones tardías y, sobre todo, la vida de esos topillos (ratón de campo) de los que se alimentan las rapaces que hoy pueblan los cielos ateridos del invierno castellano en esa enorme región, antaño conocida como Campos Góticos, que ocupa el centro de la provincia de Palencia, el norte de Valladolid, el este de Zamora y el sureste de León. Nadie osaba desafiar la prohibición so pena de exponerse a una rebaja de la PAC, la limosna con la que Bruselas tiene sometidos a los labradores europeos, so pena de ser descubiertos arando la tierra por un dron, esa tecnología que ha venido para convertirse en un enemigo más de una tierra dura surcada por casi todas las desgracias.
“Ante vuestros ojos desfilan estos viñedos asesinados por la filoxera, estos pueblos en ruinas, estos cultivos semibárbaros, esta incomunicación, este abandono, este analfabetismo, este hambre, que son vergüenza de España y afrentas a la civilización de nuestro siglo…”, escribe el regeneracionista Senador en los primeros años del pasado siglo. Desde entonces las cosas han cambiado de forma impresionante en Castilla y León. La región cuenta hoy con denominaciones de origen muy cotizadas en lo que a vinos se refiere; los pueblos (salvo la entraña de adobe que luce el palomar en ruinas) están cuidados; el PIB per capita es superior a la media nacional; el informe Pisa le otorga la mejor calificación del país en Educación, las autovías (con permiso de Soria) la cruzan en todas direcciones, y los campos se labran hoy con alto grado de mecanización y resultados espectaculares. Escribía Julio Senador, notario que fue en Frómista, Palencia, que “la tierra se muere de sed; es que no hay árboles, y como no hay árboles no hay agua ni vida y en todas partes se encuentran horrores que parecen producidos por algún cataclismo geológico”. Pues bien, muchos agricultores de Frómista y alrededores son hoy capaces de sacarle a tierra de puro secano hasta 6.000 kilos de trigo o cebada por hectárea, y aún más en años buenos, trabajándola adecuadamente y abonándola en consecuencia, unos rendimientos que harían palidecer de envidia a los viejos “labrantines” de Senador. El precio que ha pagado la región ha sido la despoblación, un fenómeno que abre todos los interrogantes sobre el futuro del mundo rural.
El nivel de degradación es tal que no pocos agricultores terracampinos asumen que en unos pocos años se verán obligados a pedir un préstamo para poder sembrar sus tierras
Presionados por el aumento constante de los insumos y el estancamiento del precio de los cereales, fenómeno que en las últimas décadas ha ido expulsando del campo a los propietarios más pequeños, impulsando un proceso de concentración de la tierra cada vez en menos manos, la sensación en el sector cerealista castellano es que el mundo del agro se encuentra en un callejón de muy difícil salida, que ha llegado a un punto crítico de supervivencia. Con el viento muy en contra. Ahora mismo, febrero de 2024, las paneras de los agricultores de Tierra de Campos, tradicional “granero de España”, están a rebosar de trigo y cebada de la pasada cosecha, en espera de una subida de precios que permita no producir a pérdidas. ¿Qué está pasando? Una entrada masiva de cebada ucraniana que llega a puerto en malas condiciones de conservación, mojada y seminacida en algunos casos, por lo tanto caliente y con patógenos que se trasladan al aparato digestivo de los animales que la consumen (salmonelas y demás) y a unos precios con los que resulta imposible competir. Importaciones sin control ni información a los sectores afectados. En consecuencia, los precios de los cereales autóctonos caen a velocidad de vértigo. El trigo se está pagando a unos miserables 0,205 euros/kilo, mientras que el de cebada está ya por debajo de los 20 céntimos. Prácticamente los mismos precios que hace 40 o 50 años, peseta arriba o abajo. “Es una puta vergüenza que los agricultores tengamos la cosecha en casa desde hace 6 meses, esperando una mejora de los precios que nos permita sacar algo de margen, y esté ocurriendo justamente lo contrario, con el Ministerio haciendo la vista gorda”. Todo un despropósito. El nivel de degradación es tal que no pocos agricultores terracampinos asumen que en unos pocos años se verán obligados a pedir un préstamo para poder sembrar sus tierras.
“El mismo o parecido panorama enfrentan los ganaderos de ovino. “A mí me estaban pagando un cordero de 23/30 kilos entre 60 y 70 euros. Los que yo produzco comen solo hierba y buenos piensos, y las madres incluso bellotas en temporada si están en dehesa. Todos vacunados y con controles veterinarios exhaustivos, pero, ¿qué ocurre luego? Que tienes que competir en el súper con corderos que vienen de Rumanía y de terceros países que, sin controles de ningún tipo, salen tirados de precio. Además, como el intermediario sube el precio final del nuestro para asegurar su margen, el producto sale muy caro. ¿Resultado? El consumidor compra el importado por lo que cada vez tenemos más dificultades para sacar nuestra producción. Ahora, ese cordero se paga más, unos 100 euros, porque la ausencia de lluvia nos está obligando a gastar una fortuna en piensos. ¿Corolario? Somos víctimas de una clarísima competencia desleal. No puede ser que nuestros corderos, sometidos a mil regulaciones, tengan que competir con extracomunitarios que no tienen ninguna, sin que la gente, además, sepa lo que come”. Algo muy similar les ocurre a los productores hortofrutícolas españoles, con el tomate marroquí por enseña o el plátano canario soportando la competencia desleal de la banana.
Los imputs agrícolas, por el contrario, suben sin piedad. Los fabricantes de maquinaria no conocen la crisis, dispuestos siempre a repercutir al agricultor cualquier subida de sus costes de fabricación. El precio de los abonos merecería capítulo aparte. Valga decir, de forma muy gráfica, que se precisan 2,3 kilos de trigo para comprar uno de abono (los de sementera), y algo menos para los de cobertera. “Cada vez se abona menos. Si tiras complejo (NPK) en sementera, apenas usas amonitro en primavera. La gente no quiere gastarse los pocos ahorros que le quedan a esos precios”. De los gasóleos, convertidos en unos de los quebraderos de cabeza del labrador, casi todo está dicho. El agricultor castellano no tiene costes sociales, al reunir en su persona la doble condición de propietario y trabajador de sus fincas. Todos los veranos, los intermediarios que trabajan a comisión de las grandes multinacionales cerealistas recorren Tierra de Campos comprando el grano recién cosechado y pagándolo a precio de limosna. El labrador trata de defenderse metiéndolo en panera en espera de un cambio de tendencia, para terminar con frecuencia siendo víctima de importaciones salvajes acometidas por esas mismas multinacionales con la aquiescencia del ministro de turno, cuyo Gobierno controla con mano férrea la subida de la cesta de la compra, esperando que, llegada la hora, el consumidor vuelva a darle el voto en señal de agradecimiento. Pierden los de siempre, los que están en el extremo malo de la cadena de valor. Los productores.
El labrador trata de defenderse metiéndolo en panera en espera de un cambio de tendencia, para terminar con frecuencia siendo víctima de importaciones salvajes
Prácticamente el margen que le queda al agricultor tras la venta de su cosecha se resume en tres letras: PAC. La Política Agraria Común, surgida del mismo Tratado de Roma, nació como un instrumento compensatorio para los agricultores y ganaderos europeos obligados a aceptar la eliminación de barreras comerciales decretada por un Club que, al mismo tiempo, pretendía amarrar los precios de la cesta de la compra. Los agricultores españoles empezaron a recibir fondos de la PAC a primeros de los noventa, aunque con duras condiciones (sacrificio de buena parte de la cabaña bovina, arranque de miles de hectáreas de vides, etc.) El sistema funcionó mal que bien hasta la ampliación a 27 países, momento en que Bruselas se vio obligada a atarse los machos: no había arroz para tanto pollo. Se produce entonces un cambio de política: la subvención europea se va recortando y los países miembros asumen el compromiso de completarla a voluntad. El resultado es una PAC que se ha ido reduciendo de forma progresiva y hoy es una miseria que apenas llega a los 90 euros Ha. (tierra cereal secano); a esa cifra hay que añadirle un 30% en concepto de lo que se denomina “Pago Verde”, una cantidad con truco cuyo cobro está supeditado al cumplimiento de una serie de obligaciones medioambientales que traen al productor de cabeza: cumplir con una carga burocrática enloquecida, dejar anualmente un porcentaje de barbecho, no entrar en las fincas hasta una determinada fecha, etc., etc.
Toda una letanía de medidas “agroambientales” que martirizan al labrantín y se la traen floja a las asociaciones agrarias y a la propia Administración, convertidas ambas en enemigos declarados del agricultor. Desde el ministro de Agricultura, un hombre superado por la importancia del envite al que se enfrenta (al que hay que agradecer, sin embargo, sus buenas maneras) y que opera como un mero consentidor, porque, señor Planas, ¿quién autoriza la importación de esa cebada ucraniana de pésima calidad? ¿Por qué mira usted para otro lado ante los manejos de esas grandes empresas mayoristas multinacionales –un caso claro de “captura del legislador”- que se lucran con las importaciones de cereales, mientras pagan a perra gorda los millones de toneladas que rinde anualmente el campo español? Nada mejor que decir de las organizaciones agrarias, en particular de Asaja en el caso de Castilla y León, convertida apenas en un abrevadero en el que los jefes enchufan a familia y amigos con buenos sueldos, que fuera hace mucho frío.
El cobro de la PAC está, en efecto, vinculado a una obsesiva elaboración documental de todo lo que piensas sembrar en tus fincas, con qué vas a tratar los cultivos, cuándo y cómo lo vas a recoger y a qué sector animal o segmento de población va a ir dirigido, entre otros requisitos. El incumplimiento de cualquiera de esas exigencias te expone a perder la subvención de ese año o a verla rebajada en un determinado porcentaje. Y rara es la semana que no aparecen nuevas normas. Los agricultores no están en contra de la ecología ni de los requisitos medioambientales, pero rechazan la irracionalidad de muchas de las imposiciones comunitarias reclamando un sitio para eso que se llama sentido común. ¿Va a enseñar un eurócrata de Bruselas cómo y cuándo sembrar a un labrador de Frómista? Le Figaro citaba este viernes el testimonio de Sébastien Béraud, un ganadero de Saint-Paulien, Alto Loira: “La PAC es una trampa. Su ayuda es tan importante para nosotros que nos obliga a pasar por el aro y hacer lo que ellos quieren. Te obligan incluso a externalizar la gestión de toda esa burocracia impuesta llegando a pagar mil euros a un contable para que te ayude a hacer trámites y números. Eso por no hablar de las prohibiciones casi soviéticas a las que estamos sometidos. Ya no podemos entrar en nuestras parcelas sin permiso para no dañar la biodiversidad. La profundidad de los canales que hacemos no debe superar los 15 cm. porque, de lo contrario, nos dicen, las ranas corren peligro de ahogarse. Limpiar los cursos de agua es un infierno en término de permisos, por lo que las hojas muertas se acumulan y el agua se desborda cuando hay riadas…”
Los agricultores no están en contra de la ecología ni de los requisitos medioambientales, pero rechazan la irracionalidad de muchas de las imposiciones comunitarias
Es sentir generalizado en el sector que la Política Agraria Común se ha ido degradando y perdiendo el sentido para el que fue creada, degradación que ha corrido de la mano de toda esa serie de exigencias relacionadas con las políticas medioambientales que han colocado al productor entre la espada y la pared. Los burócratas de Bruselas se han propuesto la heroica tarea de salvar el planeta cargándolo sobre las espaldas de la industria y la agricultura europea y el nivel de vida de sus ciudadanos, y ello sin importarles un ápice lo que al respecto hagan China, India y demás potencias contaminantes. Como escribiera Jiménez Losantos días atrás, “matar al campo para salvar el planeta”. De hecho hay quien sostiene que de lo que se trata es de expulsar del campo a agricultores y ganaderos para dejar la producción de alimentos en manos de un tercer mundo al que sostendremos financieramente a cambio de que sus naturales dejen de emigrar ilegalmente a Europa.
El nuevo catecismo eurócrata se llama, en efecto, Pacto Verde, y amenaza seriamente no solo la soberanía alimentaria del continente sino el bienestar del europeo medio, su nivel de vida, en tanto en cuanto aboga lisa y llanamente por el decrecimiento. A través de ese “Green Deal”, la comisaria Von der Leyen arrancó en 2019 el compromiso de los Estados para lograr la neutralidad de carbono en 2050, con una meta volante establecida en 2030 según la cual los gases de efecto invernadero deberían haberse reducido ese año en un 55% en comparación con su nivel de 1990. Se trata de un modelo punitivo de transición climática que soslaya el hecho de que Europa apenas emite el 8% del CO2 global frente al 60% de Asia y Oriente Medio. Todo está sucediendo como si las elites europeas, elegidas o designadas, hubieran decidido destruir el crecimiento del continente, agotar la paciencia de sus ciudadanos con restricciones sin límite y arruinar su economía, que es la nuestra, ello de espaldas a una realidad que dice que esos esfuerzos tienen muy escaso impacto sobre las emisiones de CO2 globales. Es contra este enfoque elitista, de culto, irracional, contra el que agricultores y ganaderos europeos, ahora también españoles, se han echado a la calle. Es la rebelión de los trabajadores de la tierra, de los invisibles, los que nunca hablan, nunca protestan, los humildes, los que, hartos de todo, han decidido ocupar autovías y pantallas de televisión. El historiador francés Pierre Vermeren ha escrito estos días que “la ira de los agricultores es consecuencia de décadas de destrucción de la economía campesina y de apertura al mercado mundial, pero, más allá del modelo agrícola, lo que está en juego es nuestro modo de vida”. Es la preocupación por las cuentas sin pagar, es el temor al futuro, el miedo existencial a la pura y simple desaparición. Porque, si muere la agricultura, ¿quién sostendrá la vida en el mundo rural? ¿Quién cuidará la tierra de la erosión? ¿Quién salvará los tesoros que guardan sus iglesias? ¿Quién volverá a oír la risa de un niño en el campo? Ojalá no volvamos nunca a presenciar “la amargura y el resentimiento de esos pequeños campesinos castellanos esquilmados” de los que habló Senador hace ya más de un siglo. Ojalá se cumplan los versos que Salvador Espriú incluyó en su “La pell de brau”: “Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados / y el aire pase como una mano extendida, / suave y benigna sobre los anchos campos”.