JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • Hacerlo equivale a rebajar el valor o la eficacia de los derechos conquistados

Vivimos tiempos de intransigencia, se dice, en los que se echa de menos aquel ingrediente de la cultura política liberal que fue la tolerancia. Un reciente y excelente librito del profesor Fernando Vallespín lo pone de relieve y explica en qué manera se está produciendo esa pérdida en nuestra sociedad: a golpes de polarización, moralismo, identidad, intransigencia, emotivismo y cultura de la cancelación.

¿Conviene entonces reivindicar hoy de nuevo la tolerancia como virtud pública? ¿Tiene sentido a estas alturas proclamar que la práctica pública de la tolerancia para los que son/ piensan/ sienten como distintos o diferentes es un objetivo a perseguir? ¿Está la tolerancia situada en el futuro deseable y posee por ello fuerza normativa?

Creo que existe un grave equivoco en esta cuestión. La tolerancia es una bella y satisfaciente palabra para pronunciar, por eso llena la boca de nuestros políticos. A nivel particular o privado es una virtud, sin duda. Pero, ¡cuidado!, en el ámbito público la tolerancia pertenece a nuestro pasado y en ningún caso debe formar parte de nuestro futuro, ni menos ser reivindicada como bálsamo de fierabrás para una sociedad más abierta. No van por ahí los tiros, creo. Y me explico.

La tolerancia implica, por su mismo concepto, la situación de alguien dotado de autoridad que, pudiendo impedir una conducta de otro que no le agrada, opta sin embargo por permitirla. Lo hace en aras de la paz pública o de alguna otra razón que a su modo de ver hace que sea mejor permitir lo que es erróneo o pecaminoso a su juicio que impedirlo o erradicarlo. Pero, en cualquier caso, solo tolera quien opcionalmente podría no tolerar. No hay tolerancia allí donde hay obligación de soportar.

La tolerancia (primero religiosa, luego ideológica) fue el primer peldaño de la escalera por la que ascendió la práctica liberal en la historia occidental. Fue el primer logro en el tumultuoso trayecto hacia la libertad de un individuo distinto o diferente a la mayoría. Pero a medida que aquello que era tolerado se fue convirtiendo en un derecho básico y fundamental del ser humano, hablar de tolerancia dejó de tener sentido. «Tolerar es ofender», percibió Goethe. La institucionalización de un completo catálogo de derechos humanos no permite hablar ya de tolerancia. Quien tiene derecho no es tolerado, todo lo contrario: tiene derecho. Y por eso quien hoy reclama tolerancia lo que hace es rebajar el valor o la eficacia de los derechos conquistados.

Seguir hablando de tolerancia como virtud pública es tanto como volver a pedir la buena voluntad del hoy poderoso, como si estuviera a disposición de éste permitir o no conductas jurídicamente amparadas. ¿Nos damos cuenta de la incoherencia que supone hoy reclamar tolerancia para los que piensan distinto, o los que se sienten distintos, o los que son minoría, etcétera? Si tienen derecho a ello, sobra la tolerancia. Por muy buenos defensores que tenga ésta entre los filósofos, lo cierto es que la igualdad ciudadana y los derechos humanos la excluyen.

Bueno, dirá el lector, eso será así, pero lo cierto es que la sociedad y la opinión pública que la conforma son cada vez más impositivas con ciertas opiniones y conductas. Cada vez aparecen más y más dogmas y anatemas en asuntos culturalmente sensibles. Sea el feminismo, la biología, la identidad, las lenguas, la memoria…, cada vez hay más campos en los que la sociedad no tolera disidentes contra una mayoría moral que está segura de su catecismo y somete a los que se atreven a pensar por libre a una represión (no jurídica, pero sí pública) implacable. Ante esta crisis de la cultura política liberal conviene advertir, por lo ya expuesto antes, que la cuestión no es ya de tolerancia, sino de garantizar el ejercicio público y efectivo de los derechos. Por ejemplo, conseguir que en una universidad española puedan defenderse todas las ideas de manera pública no se logra pidiendo tolerancia a los activistas del pensamiento único, sino imponiendo el derecho de los disidentes a manifestarse. Lo contrario es tanto como reconocer que ese derecho no rige efectivamente.

Y es que el problema que vivimos, al final, más que de intolerancia social es de insuficiencia de la capacidad reguladora del Derecho para transformar la práctica social. No basta con el Derecho, se precisa además el valor social de tomárselo en serio y esgrimirlo. Pues aquel puede sí reconocer un vigoroso catálogo de igualdades y derechos, pero no puede conseguir que éstos se ejerzan y utilicen si la mayoría activista social de turno acobarda al ciudadano aislado y le introduce en una espiral del silencio. No olvidemos algo que tantos han proclamado: la Humanidad se mueve por un deseo de seguridad, no de libertad, por mucho que cuente otra cosa (Isaiah Berlin). Y estar con la mayoría otorga seguridad. Por eso el desarrollo completo del fin último de la Ilustración, el de atreverse a reflexionar públicamente, está todavía en construcción. Y para hacerlo hoy se precisa una sociedad de individuos más celosamente autónomos, no más tolerados.