La sangre de los otros

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 01/04/13

«Nunca he creído que todas las ideas sean respetables. En realidad, nadie lo cree, empezando por quienes dejan caer ese lugar común para, a continuación, considerar que el hecho de no pensar como ellos es motivo bastante para ser asesinado. En la base misma de nuestro consenso cultural, el crimen nunca es atenuado por comenterse en nombre de una idea.

Ganas dan de callarse ante una nueva provocación que aspira a ser noticia. Como ya no nos sorprende lo que comentan desde la impunidad de sus escaños algunos defensores de lo que ellos han llamado lucha armada, y nosotros preferimos considerar puro y simple terrorismo, lo que nos tienta es el silencio. Pero ni podemos ni debemos permitírnoslo. Bien sabemos que difícilmente sería tomado por indiferencia cobarde y, menos aún, por asentimiento temeroso. Bien sabemos que la conjura de las palabras necias merece la respuesta unánime de nuestros oídos sordos. Pero también sabemos lo mucho que significa esta historia llena de ruido y de furia siempre contada por algún fanático. Tiene el sabor a resaca de lo más sórdido de nuestro pasado. Tiene el resuello exhausto de lo más sucio de nuestro recuerdo. Pero tiene, también, algo que nos obliga a levantar la voz constantemente: este tiempo es el nuestro, no el de ellos. Nos ha costado demasiado espanto y dolor construir aquel futuro de ayer, que hoy es presente. Por eso, a pesar del cansancio, del hastío, de la náusea, no vamos a dejarles la palabra.

Hace falta estar ciego. Hace falta haber errado el rumbo y haber errado el paso para poder decir que hay que dejar en libertad a los presos de conciencia, y referirse con ello a los asesinos de una banda terrorista, cuya brutalidad sin matices y cruel apetencia de la muerte hicieron latir en nuestro país el tenso corazón de las tinieblas. Para ser preso de conciencia, no basta con ser preso, hay que tener conciencia. Sólo una semana atrás, los abogados de una criminal convicta regatearon en Estrasburgo para bajar el precio de su condena. Lo hicieron defendiendo que la sentencia había de analizarse al margen de las circunstancias en que se produjeron los asesinatos. Han bastado sólo unos pocos días para que un dirigente nacionalista vuelva a poner las cosas en el lugar de donde nunca deberían haberse movido. De donde nunca se han movido, de hecho, en la construcción de la peculiar memoria del terrorismo y sus cómplices intelectuales, siempre dispuestos a convertir la historia en camuflaje y la ideología en coartada. La que hace de los criminales heroicos combatientes, cuyo cautiverio debería avergonzarnos.

Hemos tenido el trágico privilegio de soportar el terrorismo más destructivo de un país avanzado y, al mismo tiempo, la escuálida reprobación, el discurso de la doble moral, la comprensión insolvente o el descarado apoyo de sus crímenes. Las democracias europeas nunca han jugado con el fuego de este desafío que no cuestiona sólo las instituciones, sino que trata de convertir la barbarie en una forma de civilización.¿Hay que recordar cómo cerraron filas todos, absolutamente todos, los dirigentes políticos italianos cuando hubo que barrer a los terroristas de uno u otro signo en los años de plomo? ¿Hay que traer a cuento la forma en que Alemania convirtió en alimañas ateridas a quienes mataron en nombre de la revolución social o la liberación nacional?

Al parecer, aquí nos empeñamos en mantener los peores rasgos de una lamentable excepcionalidad que creíamos dejada ya en el rincón más triste de la historia. Lo que nos diferencia no es sólo la crónica espeluznante de los crímenes, sino la desvergonzada e impune secuencia de declaraciones que insultan a las víctimas para poder ensalzar a los verdugos. No sólo eso. Son confesiones que atentan contra nuestros valores fundamentales, contra los principios sobre los que nos hemos comprometido a convivir y, sobre todo, contra la limpieza moral de nuestra nación. Un dirigente nacionalista ha tenido que descender hasta el infierno verbal del más deplorable sectarismo para indicarnos que los terroristas de ETA no eran asesinos a sueldo, sino honestos rebeldes con causa legítima.

Nunca he creído que todas las ideas sean respetables. En realidad, nadie lo cree, empezando por quienes dejan caer ese lugar común para, a continuación, considerar que el hecho de no pensar como ellos es motivo bastante para ser asesinado. En la base misma de nuestro consenso cultural, el crimen nunca es atenuado por cometerse en nombre de una idea. Por el contrario, la idea queda en suspenso cuando tiene que defenderse con el crimen. Nuestra ética se construye sobre la elección y hay que escoger: o desarmados o desalmados. Con su plomizo cinismo, estos portavoces de la historia nacional de la infamia nos hablan de los etarras como presos de conciencia, luchadores abnegados a los que, al parecer, no sólo hay que dejar en libertad, sino a quienes debemos condecorar con la reputación de su superioridad moral.

A todos esos que con aire reprobador y justiciero ensalzan la heroicidad etarra debemos preguntarles si han puesto en la misma hornacina la imagen venerable de aquellos intrépidos patriotas alemanes de los años treinta del pasado siglo, cuyas creencias indudables llevaron a los siniestros depósitos de los campos de exterminio. Debemos preguntarles si elevan a la misma condición sacramental a los valientes dinamiteros cuya sincera interpretación de la ley islámica les obliga a desguazar en atronadores autos de fe la carne mezquina de los infieles. En definitiva, hay que preguntarles si nos han tomado por indigentes mentales o sólo tratan de abrir hueco en la innegable ambigüedad y el pragmatismo alicorto de tantos dirigentes políticos, a los que creíamos obligados a remontar el alto vuelo de nuestras convicciones.

En esos presuntos presos de conciencia nosotros sólo vemos a quienes dispusieron a su antojo de nuestras vidas. Tanto de quienes la conservamos como de quienes la perdieron. Tuvimos el infortunio de que en España se reprodujera una especie felizmente extinguida, sepultada bajo los escombros de la abyección del siglo XX: esos apóstoles de la ignominia, cuyo demente romanticismo les llevó a pensar que la bondad de una idea se mide por el sacrificio de vidas que demanda. Esa boba presunción no deja de asomar en las justificaciones que ahora se pronuncian, sin recordar que quienes dicen querer dar la vida por una causa siempre acostumbran a referirse a la existencia ajena. Siempre es la sangre de los otros. En estas condiciones, ojalá este país sólo se hubiera enfrentado a una banda de delincuentes cuya franca motivación hubiera sido la búsqueda del botín. Ojalá no tuviéramos que aguantar, tras el miedo, la rabia y la impotencia, esta serenata inmunda que parece decirnos que los asesinos mataron por nuestro propio bien. Que no les movía el odio a sus semejantes, sino el amor a nuestra tierra. Que no son reos de crimen, sino presos de conciencia. Que su condena no es un merecido e insuficiente castigo, sino una situación que revela la flaqueza de nuestra democracia.

Pero sabemos quiénes son y sabemos lo que han hecho. Ninguna pasión limpia ha habitado en su corazón, ninguna benevolencia ha curtido sus actos. Nunca han tenido la mística del apóstol, sino la elemental tenacidad del insecto. Nunca han experimentado la esperanza generosa del revolucionario, sino la instintiva ferocidad del depredador. Tuvieron la inteligencia justa, la indispensable capacidad mental para que sus crímenes nunca fueran fruto del azar, sus víctimas nunca fueran resultado de la excitación, sus objetivos nunca fueran el reflejo de un arrebato. Como lo hace el instinto de la bestia, calcularon siempre el crimen más sencillo, mataron siempre a salvo del peligro, buscaron siempre a la víctima indefensa. Con la conciencia impasible. Con la conciencia inerte. A sangre fría.

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 01/04/13