La soledad de las víctimas

Antonio Elorza, El Correo 31/12/12

No debe haber olvido ni para los unos ni para los otros, pero la responsabilidad principal no ha de ser emborronada mediante una amalgama.

Tal como van las cosas, las víctimas del terrorismo de ETA irán siendo olvidadas, o lo que es casi peor, quedarán envueltas en una visión confusa del pasado, donde ni siquiera la totalidad de los demócratas no nacionalistas van a insistir lo suficiente en que su evocación no es solo un deber hacia ellas, sino una exigencia para la plena recuperación de una conciencia democrática en Euskadi. Un reciente signo de esa evolución lo tenemos en el apoyo del PSE a los presupuestos de Bildu en Guipúzcoa. Habrán existido todo tipo de razones para que esa conjunción de los opuestos haya tenido lugar, y por tanto no vale la pena juzgar el hecho con criterios políticos. Sin embargo, la consecuencia para el tema que nos ocupa es clara. Bildu tiene su visión del problema, perfectamente articulada, y si como sucede en este caso, y sucedió ya antes con relación al PNV, la normalización política incluye su reconocimiento como un partido más, la consecuencia es que no tienen motivo alguno para alterar su negacionismo, o el sucedáneo de la negación, la exigencia de que todas las víctimas de las décadas de plomo entren en el mismo saco. Difícilmente un Gobierno del PNV va a alterar este estado de cosas.La insistencia en agrupar a todas las víctimas tiene pleno sentido desde el punto de vista de la izquierda abertzale. Presentan así una faz amable, al reconocer también el sufrimiento del ‘otro’ y obtienen dos ganancias en el plano ideológico: la primera, que la era del terrorismo de ETA adquiere el aspecto de una guerra, con víctimas por ambas partes, lo cual responde a la perfección al relato que han constituido; segundo, la responsabilidad de ETA se diluye hacia el exterior y queda en cambio abierto el camino para seguir exaltando hacia el interior de su comunidad a sus mártires y héroes. Y reivindicando de paso a sus presos injustamente mantenidos en prisión, con lo cual además se obstaculiza desde Madrid el camino de ‘la paz’.

Tal amalgama tiene una base empírica: en la Transición democrática no hubo solo el terrorismo de ETA, sino que se sucedieron brotes de terrorismo de Estado, el de los GAL en primer plano, perfectamente probado, aunque no en toda su extensión, por las sentencias judiciales y las correspondientes condenas. Tampoco debe ser olvidado, ya que en su día no solo supuso una conducta criminal desde la instancia encargada de actuar conforme a derecho, sino que por un tiempo introdujo una lamentable degradación en la conciencia democrática de buen número de ciudadanos por encima de toda sospecha. Pero como sucede con la evaluación de los crímenes de Hitler y Stalin, no hubo crímenes de los totalitarismos, sino crímenes de Hitler y de Stalin. Valorar es ponderar, y por ello conviene dejar claro que aquí hubo fundamentalmente crímenes de ETA, que por su premeditación estratégica, duración e impacto, merecen ver respetado su protagonismo, y hubo también crímenes causados por la entrada en escena del terrorismo de Estado. No debe haber olvido ni para los unos, ni para los otros, pero la responsabilidad principal no ha de ser emborronada mediante una amalgama.

Por otra parte, el reconocimiento de las víctimas de ETA, en cuanto tales, no debiera verse limitado a la esfera personal y familiar, siempre necesaria. Esta dimensión, recogida de manera admirable en el libro ‘Vidas rotas’ de Rogelio Alonso y Florencio Domínguez, resulta fundamental. Pero la cascada de muertes no tiene lugar en un espacio neutro, donde solamente las víctimas y sus familiares y amigos se encuentran afectados. Todo ejercicio de memoria requiere extender el campo de análisis a lo que ocurre en el conjunto de la sociedad vasca mientras las muertes se suceden, y en este plano lo ocurrido dista de ser edificante. Nada es más engañoso que confundir la oposición y el hartazgo frente a ‘la violencia’ (sic) manifestado en una encuesta tras otra por la mayoría de los vascos, con la idea de que fue la sociedad vasca la que acabó con ETA. Como todos saben, aunque muchos no quieran reconocerlo, fue la acción policial coordinada con Francia lo que desmanteló a la organización terrorista. En cuanto a la sociedad, lo más exacto sería decir que triunfó en demasiadas ocasiones la intimidación, aupada en medios nacionalistas democráticos sobre la comunidad de fines con los violentos. Con excesiva frecuencia, las víctimas, ya agredidas o en espera de serlo, se encontraron absolutamente solas, y esto no puede ser borrado de la historia. Había sucedido en Alemania, también en otros lugares, y sucedió aquí. Vale la pena recuperar la película ‘Todos estamos invitados’, de Manuel Gutiérrez Aragón.

Era difícil que las cosas fueran de otro modo. Estos abertzales progresistas, que hasta ahora solo han fallado en la recogida de basuras, protagonizaron un ejercicio sumamente enérgico y sumamente eficaz de limpieza ideológica, al cual, con el respaldo en la sombra de las pipas y de las bombas, no era fácil resistir. Ni siquiera para mantener la solidaridad como también pasó en los años 30. Recordemos la satanización de ¡Basta ya! O las declaraciones de Arzalluz tras ser asesinado Ordóñez: a los socialistas, que entonces temían por su vida, «les falta coraje». Proveedor incansable de datos, Florencio Domínguez nos recuerda que entre fines de los 80 y 1998 hubo seis mil acciones de kale borroka, que entre 1993 y 1995, el tiempo de las manifestaciones contra secuestros y del lazo azul, los demócratas recibieron cuatrocientas agresiones (denunciadas). Por decirlo con Ortega y Gasset, el terrorismo fue el terrorismo y su circunstancia, y ello ha de ser tenido en cuenta, lo mismo que otra circunstancia, reseñada por Fernando Reinares en su ‘Patriotas de la muerte’: ni un solo etarra lamenta sus patrióticos crímenes.

Disfrutar de la paz, optar por la reconciliación, nada tiene que ver con practicar una amnesia colectiva.

Antonio Elorza, El Correo 31/12/12