Luis Ventoso-ABC
- Algo se rompería en nuestro estado de derecho si el Supremo exculpase a Torra
Los derechos y libertades que hoy disfrutamos son fruto de una larguísima y emocionante lucha jurídica que atraviesa siglos. La Constitución estadounidense de 1787, que inspiró democracias por todo el planeta, tal vez no habría existido de no ser por lo que ocurrió en un lejanísimo 15 de junio de 1215 en un prado a orillas del Támesis, en Runnymede, 32 kilómetros al oeste de Londres. Metafóricamente, aquel día un grupo de nobles sublevados cogieron por una oreja al Rey Juan I de Inglaterra, el villano de las pelis de Robin Hood, y lo obligaron a firmar la «Magna Carta Libertatum». El monarca Juan sin Tierra había crujido a impuestos a los grandes señores para financiar sus escaramuzas en Francia.
Algunos de ellos se alzaron contra sus abusos y tomaron Londres. Medroso de perder su corona, el Rey acabó rubricando la Carta Magna. El documento, del que solo se conservan como tesoros cuatro de sus trece copias originales, es considerado un remoto antecesor de los derechos humanos y la seguridad jurídica (como lo fueron también los trabajos de la Escuela de Salamanca española en el Renacimiento). La frase de la Carta Magna que cambió el mundo es brevísima: «Nadie está por encima de la ley». Con una coletilla clave: ni siquiera el Rey. Su cláusula 39 nos asombra por su modernidad, y más viniendo de unos tipos que ni siquiera conocían el cepillo de dientes. Allí se establece que ningún hombre libre puede ser detenido, encarcelado o privado de sus bienes, «sino es en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino».
El respeto de todos a unas normas idénticas para todos mejoró el mundo y es una semilla de nuestra civilización. Pero en el siglo XXI hay personas que todavía no lo entienden. Algunas incluso ocupan cargos públicos en democracias avanzadas. En las elecciones generales de abril de 2019, el presidente de Cataluña, Quim Torra, desobedeció reiteradamente la orden de la Junta Electoral Central de retirar de la fachada de la Generalitat una pancarta a favor de la «libertad» de aquellos que él y sus seguidores llaman «presos políticos». La Junta Electoral consideró que la proclama burlaba la obligada «neutralidad de los espacios públicos» en los periodos electorales. Pero Torra, que alardea de que las leyes españolas no rigen para él, desobedeció a sabiendas y con un exhibicionismo jactancioso. El resultado es que el Tribunal Superior catalán lo condenó a año y medio de inhabilitación y multa de 30.000 euros, pena que ahora debe ser ratificada -o no- por el Supremo.
Si el Supremo sorprendiese absolviendo a Torra resultaría una bendición para Sánchez de cara a sus enjuagues con el separatismo para aprobar los presupuestos y conservar el poder. Además, una sentencia exculpatoria probablemente sería celebrada por una mayoría de catalanes. Pero si los jueces del Supremo ceden a la tentación del palanganeo político, algo se quebrará en el Estado de Derecho español. Ya no seremos iguales ante la ley, sino que habrá exenciones a la carta según convenga al político de turno. Y eso no es más que la senda de la arbitrariedad, preludio de la ruina jurídica y moral de los países.