La traición de Sánchez

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • «Esta es una ley particular, para los socios de Sánchez, algo que se opone al mismo concepto de ley. Porque la reforma estimula objetivamente la reedición del golpe de Estado del 17, cuando se derogó la Constitución en una parte de España. Porque la lectura canónica de aquella infamia será contraria al crucial discurso del Rey»

Las implicaciones jurídicas que tiene derogar el delito de sedición son muy interesantes para una clase de Derecho Penal y muy entretenidas para una tertulia de zurupetos. En el primer caso veremos cómo la inhabilitación de Junqueras y compañía desaparece, pues el reverso de la irretroactividad penal de cuanto perjudica al reo es la retroactividad de cuanto lo beneficia. Por eso se impondrán indefectiblemente las interpretaciones favorables a los que están a punto de dejar de ser sediciosos. Al tiempo. En cuanto a las tertulias zurupetas, aguardamos ansiosos el pronunciamiento de los titiriteros de guardia y de los voceros sanchistas que duermen en cajas de muñeco de ventrílocuo.

El problema del debate jurídico es que nos quita tiempo para lo importante: constatar la traición. La traición como deslealtad. No como delito, pues eso exigiría que Cataluña fuera un país extranjero, que es precisamente lo que intentaban los agraciados. Los primeros que deberían sentirse traicionados son los votantes de Sánchez, que también aquí hace justo lo contrario de lo que prometió. Pero el votante socialista (encuestas cantan) tiene un particular concepto de la adscripción política. En vez de votar a unos o a otros en función de su coincidencia con lo que él piensa, funciona al revés: piensa lo que el partido dicte en cada momento. De esta falta de dignidad, de esta modalidad de autolesión, moral deriva la común aberración de condenar como infiel, veleta o chaquetero al que tiene ideas propias y favorece a las formaciones que coinciden con él, abandonando a las que le mintieron.

Acostumbrado a este tipo de acusaciones, uno ya es capaz de distinguir un tonto al instante; basta con oírle reprochar que cambies de siglas. De joven fui de izquierdas, tendencia que las lecturas adecuadas enderezaron pronto. Lo que nunca fui es nacionalista, les vi el plumero desde mi adolescencia. Por eso, siendo catalán y teniendo a esa ideología por enemiga estructural de la democracia, siempre me he comprometido con lo mismo: luchar contra ella. A principios de los ochenta, el PSC me parecía el arma más eficaz. Con toda modestia, comprendí enseguida que era al revés, que en realidad el PSC estaba destinado a garantizar la hegemonía nacionalista en Cataluña. Fue unos cuantos años antes de que se dieran cuenta algunos amigos muy inteligentes que, sin embargo, no vieron lo obvio hasta que Maragall alcanzó la presidencia de la Generalidad y desbordó a Pujol impulsando un nuevo Estatut que no cabía en la Constitución. Con Alejo Vidal-Quadras al frente del PP catalán, vi en él la única opción política capaz de contrarrestar un nacionalismo asfixiante.

Cuando constaté que una fuerza irresistible empujaba también a ese partido a limar sus necesarias asperezas, e incluso a participar en el proceso de elaboración del nuevo Estatut, pensé que no había solución. Pero una ventana se abrió: la de Ciudadanos, que no solo quedaba fuera del gran consenso doméstico soberanista, sino que les decía a los gobernantes socialistas entregados y a los convergentes de Mas lo que había que decirles. Exactamente. En sus justos términos. Aire fresco al fin. Lo que luego viví se contará en su momento. Pero baste recordar la última campaña catalana del PPC y Ciutadans, que mantuvo en –y arrojó a– la insignificancia a los que debían preservar la llama constitucionalista.

Uno desearía que nuestro sistema fuera una democracia militante. Es decir, que no fueran legales los partidos cuya misión explícita es contraria a los tres primeros artículos de la Constitución. Que, como en Francia, el secesionismo estuviera prohibido sin más. Pero no es el caso, y eso ha traído consecuencias deletéreas para nuestro sistema cada vez que en la historia democrática española se ha necesitado a los nacionalistas a la hora de formar mayorías de investidura. Las consecuencias recientes son peores: el sistema, directamente, se ha desnaturalizado por la falta de escrúpulos de Sánchez.

Carente de cualquier sentido de la responsabilidad, ha priorizado su permanencia en el poder sobre la supervivencia de la democracia del 78. Sin formularlo así salvo excepciones, como cuando el exministro Campo se fue de boca con lo del «proceso constituyente». El hecho es que los socialistas van a derogar el delito de sedición sirviéndose de falsedades contrastables –como la supuesta homologación con Europa–, mentiras para párvulos particularmente crédulos –como la falta de relación entre la reforma del Código Penal y la aprobación de los Presupuestos– y de una temeridad sin par.

Porque esta es una ley particular, para sus socios, algo que se opone al mismo concepto de ley. Porque la reforma estimula objetivamente la reedición del golpe de Estado del 17, cuando se derogó la Constitución en una parte de España. Porque a partir de ahora la lectura canónica de aquella infamia será contraria al crucial discurso del Rey, cuando fue la Corona la única institución del Estado que estuvo a la altura de las circunstancias, llenando de esperanza a la Cataluña constitucionalista. Realmente creímos entonces que no estábamos solos.

A Edmundo Bal lo presionaron para que ocultara la verdad: la existencia de violencia en los actos que condujeron a la proclamación de la independencia de ocho segundos. De ese modo, la Justicia le ahorró el delito de rebelión a los golpistas. Ahora Sánchez les ahorra también el de sedición después de haberlos indultado. Que lo volverán a hacer es cosa que afirman ellos mismos, pero al dinamitero de La Moncloa le trae al pairo. Por seguir ahí está dispuesto a todo, el traidor.