El autor considera necesario un Gobierno Constitucional integrado por PSOE, PP y Ciudadanos que pueda llevar adelante algunas reformas básicas y urgentes para que España pueda avanzar.
Dicho esto, qué duda cabe de que el azar ha tenido bastante que ver en que se haya evitado tal vez uno de los mayores dislates de la Historia de España, cuya superación nos hubiese costado muchos años y muchos disgustos, ante la pasividad o miopía general. Me refiero al posible Gobierno de coalición entre el PSOE de Pedro Sánchez y Podemos de Pablo Iglesias, felizmente fracasado por ahora. Los errores históricos sólo se evitan cuando no se cometen. Por eso, aunque el PCE fue una escisión del PSOE en el año 1920 y en 1936 hubo dos ministros comunistas que formaron parte de un Ejecutivo de Largo Caballero, nunca más los socialistas han intentado una coalición con el PCE o sus derivados, como ocurre ahora. Por ejemplo, en las elecciones de 1993, Felipe González obtuvo únicamente 159 diputados, luego le faltaban 17 para alcanzar una mayoría absoluta que podía haber alcanzado con los 18 de IU. Sin embargo, prefirió recurrir a los nacionalistas catalanes y vascos para asegurar su investidura, en lugar de pactar con los comunistas de Julio Anguita. Pauta que se ha mantenido hasta nuestros días, aunque a la larga no sabemos si fue peor el remedio que la enfermedad.
Sea como sea, esta conducta de evitar comunistas en el Gobierno ha estado a punto de romperse ahora, puesto que después de las elecciones del 28 de abril, el PSOE y los neocomunistas de Podemos disponían únicamente de 165 diputados, es decir, menos de la mayoría absoluta. Por consiguiente, para la investidura y poder gobernar habrían tenido que recurrir a los votos de los ocho partidos localistas de origen nacionalista, separatista, proetarra, populista y regionalista. Es decir, cada uno de su padre y de su madre, pero todos con un objetivo en común: socavar la unidad de España, salvo alguna excepción. En otras palabras, el cóctel formado por un total de 10 partidos, encabezados por dos mentes políticas extremadamente narcisistas, en unos momentos en que la sentencia del Tribunal Supremo sobre el conflicto catalán está a punto de hacerse pública y cada vez es más urgente reformar nuestra estructura estatal y nuestra economía, podría ser explosivo.
Todo esto viene a cuento porque desde que se realizó la moción de censura, la nave de la política española depende en parte de la incompetencia de unos políticos que no tienen ninguna experiencia ni conocimientos y que pretenden que España es plurinacional. Lo cual indudablemente facilitaría su obsesión por la desmembración de España, mientras que, al mismo tiempo, no se pondrían de acuerdo para construir una Confederación de Estados, o algo parecido, que no funcionaría nunca. Por eso, como ha escrito Gregorio Morán, refiriéndose a Pedro Sánchez, «sólo a quien la astucia ha concedido el privilegio de dotarle una flor en el culo sabe que todos miran al suelo, menos él». Por supuesto, con ello no reduzco el importante papel del azar, pero nadie en su juicio podrá negar que el fracaso de un Ejecutivo de coalición con Podemos, el cual no hubiese durado más de dos o tres meses, ha sido la gran suerte de Pedro Sánchez si es que sabe aprovecharla. Aunque ahora parece que ha descubierto un mirlo blanco con el cuento del Gobierno a la portuguesa y parece que vuelve a las andadas para recabar el apoyo de los enemigos de España, ya que no admite más que dos soluciones: un Gobierno monocolor de 123 diputados, con el que no podrá gobernar eficazmente o la convocatoria de unas elecciones en noviembre que el país no podrá soportar. La verdadera solución hay que buscarla en otro lado.
En efecto, como vengo diciendo desde 1978, España no dispone de un modelo definitivo y estable de Estado descentralizado. Yo no voy a juzgar aquí si el Estado de las Autonomías ha sido conveniente o no. Creo, en razón de la experiencia, que en algunas regiones ha sido enormemente útil para modernizar territorios que seguían igual que a principios de los años 50. Sin embargo, aun reconociendo esos beneficios, hay que señalar también los graves problemas que las CCAA han amplificado a la par. Especialmente dos: la desintegración del Estado y la fragmentación de la lengua oficial están en la base de los conflictos del País Vasco –y ahora también de Navarra–, de Cataluña y de los llamados Països Catalans. La causa, repito, se encuentra en el desastroso Título VIII de CE, que no ha permitido poner fin a la alabada Transición. Dicho de otra forma, la Transición no ha terminado todavía en este país. Y aquí surge, si sabe coger la mosca al vuelo, la gran suerte de Pedro Sánchez pues puede pasar a la Historia, si quiere, como un gran estadista o, por contrario, como un villano que destruyó el Estado.
Para lograr lo primero tendría que convencer a Casado y a Rivera –un milagro, pues aquí nadie se fía de nadie– para redactar un manifiesto de reformas y crear un Gobierno Constitucional formado por el PSOE, el PP y CS, los cuales podrían iniciar un proceso constituyente para racionalizar y acabar el Título VIII de la Constitución. El momento no puede ser más adecuado, porque la esperada sentencia del Tribunal Supremo, para evitar confrontaciones violentas, podría incitar a este Gobierno ampliamente constitucional a una eventual negociación para resolver dos enigmas. Por una parte, encontrar alguna salida razonable, que no sea el clásico indulto, para que los procesados catalanes pudiesen, en un término no demasiado largo, volver a adquirir su libertad, pero siempre que garanticen el abandono de toda actividad ilegal y que cumplan escrupulosamente con la Carta Magna, la cual tendrán que volver a jurar, pero ahora en serio. Ellos verán. Y, por otra, como he dicho también, dispondríamos de un Gobierno fuerte para modernizar nuestro Estado, reformando la Constitución, actualizando el Senado, la ley electoral, el Consejo del Poder Judicial, asegurando asimismo la independencia de las Cortes y todo lo que sea necesario. Este Gobierno Constitucional, formado por los tres partidos citados, dispondría de una mayoría de más de dos tercios de cada Cámara, algo que será imposible conseguir otra vez.
Así, quedaría como jefe de la oposición Pablo Iglesias, papel en el que tiene alguna experiencia –ninguna en gobernar–. Por otro lado, los ocho partidos localistas que disponen de 38 diputados no tendrían más remedio que aceptar este periodo constituyente si es que pretenden seguir siendo legales.
EN CONSECUENCIA, Pedro Sánchez debe considerar que el azar le ofrece dos caminos: uno tortuoso, si no se resigna y sigue luchando por un Gobierno monocolor sin ningún futuro, puesto que dependerá continuamente de las fuerzas independentistas. En este sentido, mal asesorado, reivindica un tipo de Gabinete como el danés o el portugués. Pero se equivoca totalmente. Dinamarca, una de las democracias más estables del mundo, dispone de un Ejecutivo minoritario, apoyado externamente por otras fuerzas políticas, sí, pero todos los partidos representados en el Parlamento de Copenhague no sólo aceptan las reglas de juego, sino que, además, defienden la Monarquía como el mejor símbolo de la Nación. Y, en cuanto a Portugal, tiene un partido comunista tan racional que rechaza la violencia, apoya a un Gobierno socialista que no ganó las elecciones y acepta reformas laborales procedentes de la derecha. Ni siquiera las corridas de toros son en Portugal igual que en España. Su forma actual de Gobierno, por decirlo así, es una jeringonza que no se puede copiar aquí. Respecto al segundo camino mucho más seguro, si a Pedro Sánchez, a Pablo Casado y a Albert Rivera les ocurriera como a San Pablo cuando se cayó del caballo y se convirtió al cristianismo, podrían salvar a España del colapso institucional al que nos dirigimos, logrando antes una entente cordiale y un fuerte Gobierno para evitarnos la debacle de unas nuevas elecciones.
Tal vez sea yo demasiado utópico en lo que se refiere a la solución política adecuada para estos momentos de España. En los barcos de guerra británicos existe una tradición náutica desde tiempo inmemorial que merece la pena resaltar. Cada día, cuando comienza el atardecer, el oficial de guardia comunica al capitán lo siguiente: «Señor, el sol se pone», a lo que éste responde invariablemente: «Que todos estén en su lugar y que hagan lo que tienen que hacer». Esta anécdota británica que posiblemente ya no significa lo mismo en los tiempos del Brexit, nos muestra lo contrario de lo que ocurre en España. Aquí también se pone todos los días el sol, pero nada ni nadie están en su lugar y llevamos cinco años en una situación irregular, con un Gobierno en funciones que se podría alargar hasta mediados de 2020. Y la casa sin barrer; sin abordar los graves problemas que tiene el país, pero que se encuentran ocultos tras la cortina de humo que algún día se disipará, para dejar ver el deterioro del Estado que hasta ahora hemos llamado España y que no quiso ver Pedro Sánchez.