La ventana indiscreta

EL CORREO 13/12/14
JAVIER ZARZALEJOS

· La transparencia seguramente habrá que perfeccionarla, pero eso nada tiene que ver con hacer de ella un asunto de escándalo cínico

La entrada en vigor de la ley de la transparencia con su portal y sus datos ha tenido una sonora acogida en los medios. Algunos la han criticado por decepcionar sus expectativas. Si fueran mínimamente autocríticos deberían aplicarse el cuento de sus exigencias y reparar en que lo más pregonado de lo que se ofrece en la web es lo que ha estado siempre al alcance de cualquier ciudadano como información plenamente pública, consignada en su mayor parte en los presupuestos generales del Estado y casi toda publicada en el Boletín Oficial del Estado u otros registros fácilmente accesibles. Lanzar como gran noticia el sueldo del presidente del Gobierno, el de la vicepresidenta y los ministros, los secretarios de Estado, las subvenciones a los partidos o a sus fundaciones –todos ellos datos perfectamente conocidos– debe contradecir alguna lección elemental de periodismo y presentarlos como novedad hasta ahora oculta se acerca mucho a una distorsión sensacionalista.

Lo novedoso es lo que aparece por primera vez; es la disciplina que va a exigir de los diferentes organismos administrativos para hacer de lo que hoy parece excepcional una de las sanas rutinas de la democracia. Lo que debería tenerse en cuenta es el ejercicio de normalidad que supone encontrar en el dominio público lo que pertenece a este. Es evidente que existe un valor añadido en la oferta integrada de esta información, pero según parece se va a necesitar algún tiempo para que ese valor pueda extraerse. Hay demasiadas reacciones a la oferta de transparencia que se mueven entre lo anecdótico y lo mezquino, demasiados prejuicios en torno a la política y los políticos que sólo aceptan ser confirmados, se diga lo que se diga, sin disposición alguna a apearse de la presunción de culpabilidad que acompaña a esta actividad convertida en sospechosa por sí misma. Para otros, su forma de ver los datos confirma que se encuentran balanceándose en el filo de la demagogia y que caen del lado de ésta a poco que se pasen de impulso. Es el caso de Pedro Sánchez y el PSOE que, en su mejor tradición de nivelar por abajo, sostienen que todos los que cobran más que el presidente del Gobierno deben rebajarse el sueldo hasta quedar por debajo de él.

La transparencia seguramente habrá que perfeccionarla, mejorar su accesibilidad, facilitar la integración de la información ofrecida. Pero eso nada tiene que ver con hacer de la transparencia un asunto de escándalo cínico, o convertirlo en filón para mayor audiencia de improbables prescriptores de virtudes cívicas, cuando no directamente transformar un ejercicio de control democrático en una patio de cotilleo morboso. Este riesgo es real si el análisis de la información que se facilita sobre una Administración –en su conjunto contenida– se tiñe sistemáticamente de la presentación más llamativa, si se omiten referencias comparativas que llevan a pensar que en Francia, Gran Bretaña o Alemania los políticos viven del aire, y si se renuncia a explicar lo que en muchos casos puede dar razón de lo que hay detrás de unas u otras cifras. Mal iremos en esto de la transparencia si alegando carencias iniciales se desprecia un esfuerzo de apertura y modernización en las relaciones entre poderes públicos y ciudadanos para que estos lo puedan valorar.

La demagogia, el populismo, el discurso que intenta obtener réditos del malestar y la ira nunca encontrarán suficiente ningún esfuerzo que se haga en ese sentido. Su negocio es la antipolítica y la deslegitimación del sistema democrático, de éste que con sus patologías es el único que merece esa consideración. Habrá que distinguir entre la elevación de verdaderas exigencias democráticas de honradez e integridad en la vida pública y la negación de todo valor a instrumentos de control ciudadano de los que no hay traza en los modelos populistas ni en quienes los patrocinan, también entre nosotros.

Sí, Rajoy –y antes Zapatero, Aznar, González– cobra bastante menos que los secretarios de Estado. Esa circunstancia debería decir algo. Es una situación que nadie ha tenido capacidad de arreglar de una manera coherente, ni en tiempos de bonanza presupuestaria, ni mucho menos, en periodos de severas restricciones como los actuales. Cabría esperar que semejante disfunción que ahora se vuelve a poner de manifiesto pudiera provocar un cierto debate, no sólo sobre la nómina del presidente del Gobierno, sino sobre las condiciones del servicio público y de los que se dedican a él en la política o en la alta administración. Dicen los británicos que si se pagan cacahuetes, se contratan monos. Y aunque el dicho pueda sonar mejor en inglés, su lógica no necesita elaboradas traducciones. No es difícil anticipar que si la actividad política sigue deslizándose hacia la demonización; si el político queda sujeto al estatuto legal de sospechoso más allá de la obligada rendición de cuentas a la que está obligado; si su salario se aleja a tal distancia de lo que se retribuye en un mercado profesional cuanto mayor es la cualificación, la experiencia o la responsabilidad; si la exposición pública exige el sacrificio prácticamente incondicional de la intimidad y la propia imagen, entonces el tipo humano que se acerque a la política responderá a alguien dominado por un impulso vocacional admirable o a alguien a quien habrá que rodear de todas las prevenciones.