Fernando Maura-El Imparcial
Hace poco más de 25 años que la Guardia Civil liberaba a José Antonio Ortega Lara de un secuestro que, además de criminal como lo son todos, resultaba de una crueldad que contaba con pocos parangones. Había sido muy semejante la retención del funcionario de prisiones a las de los prisioneros en los campos de concentración y exterminio nazis, con los que fue comparado el cautiverio de 532 días sufridos por él, a la vista del demacrado aspecto que presentaba Ortega cuando algún perspicaz agente de la Benemérita descubría que debajo de un pesado mecanismo hidráulico podría alojarse el desventurado secuestrado, abandonado a su suerte por los terroristas que ya habían advertido la proximidad de los servidores del orden público.
Tuve la oportunidad de visitar el inmundo zulo en el que la banda terrorista había tenido encerrado a su presa. Además de inhóspito y repleto de humedades causadas por la proximidad de un río, los secuestradores le habían proporcionado su particular venganza al funcionario: un cartel, cuarteado por el agua que impregnaba las paredes del habitáculo, y que anunciaba la bella vista de la bahía de la Concha. Los etarras asegurarían con un sarcasmo, digno de otras causas, que así Ortega tendría la sensación de haber pasado unos días de vacaciones.
No advertí el olor fétido que desprendía el zulo, y del que los directores de “El Correo”, José Antonio Zarzalejos, y de “El Mundo del País Vasco”, Melchor Miralles, dieron cuenta en sus crónicas posteriores. Un olor que traía su causa de la dieta de frutas que tenía Ortega Lara, con los trastornos gástricos correspondientes. Un olor pestilente que ahora se cuela por las tierras del País Vasco y que se ha enquistado en el Palacio de las Cortes, sede de la soberanía nacional.
Porque los que mandaban sobre la vida de los vascos que queríamos ser españoles, y de los españoles que simplemente querían serlo, son los que decretan ahora la calidad democrática de las políticas que se emprenden. Por ejemplo, en el caso de la vivienda y, más en concreto, del acceso a la misma de los jóvenes que cada vez tienen mayor dificultad en emanciparse y de vivir en piso propio.
Una campaña electoral es ámbito propicio para la presentación de propuestas que resultan poco menos que irrealizables. “Las nuevas formas de comunicación -ha escrito el profesor de la Carlos III, Ignacio Sánchez Cuenca, en “El País”- favorecen el ciclo interminable de anuncios de grandes planes que van a traer soluciones no menos grandes. Se trata de crear la impresión -continúa el catedrático, que no milita precisamente en las ideologías de la derecha- de que cada poco tiempo se dan pasos cruciales en la lucha contra el problema que sea…” Propuestas vacías de contenido -continúo yo-, son anuncios que sirven sólo para formar parte del fútil decorado que engalana las contiendas políticas. Buena prueba de ello es la pretendida movilización de las viviendas propiedad del “banco malo” -o SAREB-, de las que, por ejemplo, ni siquiera 500 podrán disponerse en Madrid. Como ha señalado oportunamente Jorge Bustos, se trata además de un oxímoron: ¿Cómo es posible mover un inmueble, nos preguntamos con él?
Aun así, todos los contendientes se han arrojado a la piscina de las promesas, olvidando unos que la deuda pública para financiar las propuestas electoreras va creciendo sin descanso, en tanto que la portavoz de Bildu -que fuera directora del diario Egin, en el que se proclamaban las consignas de ETA y se registraban los anuncios por palabras que pretendía comunicar la banda a los suyos- determina el carácter progresista de unas y de la contextura reaccionaria de las otras.
Y pasados 25 años desde que tuvimos noticia de la “digna vivienda” que los amigos y compañeros de Otegi y Aizpurua adjudicaron a Ortega Lara, han pasado sin que apenas nadie evoque lo sucedido entonces. Ahora que los presos etarras ya se encuentran en cárceles del País Vasco, y a decir de alguna información, dominan la estructura de mando interna de las mismas -selección de películas, economato, librería…-, algo así como hacían los comunistas en algunos de los presidios nazis, en los que ellos constituían el escalón intermedio entre los capos y los presos. Todo ello hasta que les sea concedido -a los terroristas de ETA- el tercer grado y puedan regresar cómoda y libremente a sus viviendas… dignas de su pasado de combatientes -“gudaris”, soldados vascos- que, si perdían la batalla de las bombas-lapa, han ganado al final la guerra del relato.
Nadie crea que detrás de estas promesas quedará algo que no sea la grabación que algún medio de comunicación contrario al poder establecido tenga a bien conservar, a efectos de sacarla del congelador de las propuestas ficticias, llegado el caso de su utilidad. Supongo que los jóvenes madrileños -o que aspiren a integrarse en esa legión- no se concentrarán en las listas de espera que eventualmente habilite el gobierno para su acceso al parque de viviendas así “movilizadas”, ni que se obstinen en rellenar las casillas del programa de internet del Ministerio, o de procurar conectar con algún teléfono de los que se faciliten al efecto. Les auguro, de lo contrario, la melancolía que sucede irremediablemente al fracaso de la gestión: no habrá nadie que les atienda.
Quizás convenga salvar de la quema general la propuesta que ha hecho ese partido que aún aspira a no quedar definitivamente en la cuneta de los sueños rotos, que es Ciudadanos, y que dice querer anticipar una parte de la pensión futura en el anticipo de la compra del piso. Un dinero que procede de una prestación de jubilación que quizás no llegue nunca, o lo haga de forma tan menguada que les haga reír, por no llorar…