Ignacio Camacho-ABC
La ejemplaridad es para la Corona su verdadera razón de Estado, un imperativo a prueba de lazos de afecto y de sangre
Felipe VI sabe desde su proclamación que la base de su legitimidad de ejercicio es la ejemplaridad, porque fue la pérdida de esta virtud la que provocó la abdicación de su padre. La ejemplaridad no constituye sólo el principal patrimonio -y el principal deber- de la Corona y la base de su imagen: es su verdadera razón de Estado, ante la que no prevalecen lazos de afecto ni de sangre. La durísima reacción de la Zarzuela ante las irregularidades financieras de Don Juan Carlos transmite el inequívoco mensaje de que el Rey no va a tolerar en su entorno ninguna clase de comportamiento reprochable. La explícita referencia al discurso inaugural sobre la necesidad de «una conducta íntegra, honesta y transparente»
representa en el nuevo contexto una reprobación sin paliativos ni ambigüedades. Se trata de un verdadero repudio con dolorosas consecuencias emocionales, pero el Monarca carecía de margen para una respuesta en términos menos tajantes; el silencio, la pasividad o los casuismos cautelares no los habría entendido nadie. Con la nación sumida en una crisis sanitaria de gravísimas repercusiones sociales, el liderazgo hay que demostrarlo yendo un paso por delante. Ningún dirigente ni partido ha adoptado una resolución tan expeditiva ante sospechas de características similares.
La monarquía constitucional moderna no tiene mayor elemento de convicción moral que el prestigio. En una institución fundada sobre la importancia de los símbolos, desprovista de poderes precisos y situada fuera del mecanismo representativo, el intangible reputacional es el elemento de autoridad que justifica su carácter de referente con peso específico. Felipe VI, que accedió al Trono en plena eclosión del populismo y en medio de un proceso de fuerte desgaste de los agentes políticos y de su propio círculo íntimo, ha captado desde el principio su papel de paradigma de valores capaces de superar cualquier escrutinio. Cada vez que un rey ha extraviado ese camino ha acabado en el del exilio.
Este último episodio deja, no obstante, un sabor amargo en la medida en que nubla de forma prácticamente definitiva la figura de Juan Carlos con el riesgo de oscurecer ante la España actual los rasgos más luminosos de su reinado. Es un mal final, una inexplicable malversación de su propio legado; el hombre al que debemos, sin hipérbole, nuestras libertades, el gigante contemporáneo que transformó sin traumas una dictadura en un sistema democrático, puede terminar pasando al imaginario popular como un vulgar aprovechado. Y aunque el tiempo y la Historia corregirán sin duda ese juicio ingrato, él mismo lo ha embarrado encadenando en sus últimos años una secuencia de errores, torpezas y escándalos impropios de su intuición política y su visión de Estado. Y ha puesto a su hijo en el compromiso freudiano de tener que aventar de la forma más drástica las cenizas del pasado.