IGNACIO CAMACHO-ABC
- La exposición Del Prado define el arte abstracto como expresión depurada y sutil de un diálogo con los maestros clásicos
La pincelada tenue y rápida de Fernando Zóbel en las paredes del Prado, el trazo como de caligrafía oriental, breve y sincopado, que parece emerger de la niebla de un ‘sfumato’, demuestran al visitante que el arte verdadero siempre es el fruto de un diálogo. En este caso, el del pintor nacido en Manila con los cuadros que en su juventud copió durante años para descifrar el enigma de los grandes clásicos y depurarlo después en el degradado sutil del abstracto. Allí están, expuestas en vitrinas, las jeringuillas de cristal con que experimentó la reducción de la paleta cromática hasta convertirla en una sencilla escala de líneas negras y blancas, en cuadrículas que racionalizaban su expresión y la ordenaban con la exacta precisión musical de un pentagrama. Hay una raya invisible, un trazo de rara continuidad que vincula la radical simplificación estética ejecutada sobre la memoria del paisaje de Cuenca con el estudio pormenorizado –también presente a través de bocetos y apuntes realizados con minuciosa paciencia– de la textura del tapiz de Aracne en ‘Las hilanderas’. En ese proceso de evolución y aprendizaje reside una lección esencial acerca de la historia del arte, cuyo secreto sólo es posible captar al contemplarla como una secuencia de inspiraciones superpuestas en renovación constante. El hilo que cose a Goya con Picasso, a Kandinsky con Pollock, a Velázquez con los impresionistas, a los dibujantes de Altamira con el expresionismo conceptual de Motherwell.
Casi todos los grandes artistas contemporáneos españoles, y muchos extranjeros, ejercitaron su mirada y su lenguaje en la galería central del edificio de Villanueva en busca del misterio latente en las obras de los maestros. La luz, el toque, la composición, la técnica, el genio. Luego cada cual escogió su camino hasta forjar una identidad propia, ese conjunto de rasgos intransferibles que llamamos estilo. El de Zóbel consistió en la reinvención del legado figurativo en una modernidad de contornos limpios donde la realidad se difumina en un espacio inmaterial, brumoso, casi metafísico. El Prado fue su estudio de investigación, su primer laboratorio creativo, el campo de pruebas de su vocación y de su primer instinto. Y la muestra ‘El futuro del pasado’ es el testimonio de ese itinerario que arranca en el estudiante inquieto, en el observador detallista, obsesivo, y desemboca en una compleja producción personal impregnada de originalidad y cosmopolitismo. Así, la idea del museo como reflejo del orden diacrónico de la pintura cobra sentido frente al canon estático de la compartimentación por períodos. Y la abstracción aparece como consecuencia natural de un progreso en movimiento continuo, de una conversación encadenada en el tiempo entre preceptores y discípulos. Una escuela donde se funde la tradición de los siglos hasta proyectarse en un mañana que aún no está escrito.