Ignacio Camacho-ABC
Ojalá pudieses ver estas ventanas nubladas con el vaho de la confianza en una voz que te diga levántate y anda
A F. R., desde la esperanza
Estos días no oirás las campanas que a la hora del Ángelus voltean en la Giralda, ese repique de oración que suena fuerte en la conciencia de esta vieja nación encerrada, el toque que hasta tu barrio de la Amargura llegará cada día replicado desde la espadaña neoclásica. Pero hay mucha gente rezando por ti desde sus casas, en la ciudad cuyas calles vacías -«Sevilla sin sevillanos», me dijiste evocando a Machado la última vez que hablamos- reflejan más que nunca la sensación de un paisaje dibujado, una pintura mural con la que la mano de los siglos hubiese trazado el forillo de un majestuoso escenario. Y me he acordado de que hace ya seis años, cuando te tocó atravesar
junto a una cama de hospital las cernudianas horas del dolor solitario, cuando la luna de abril era para ti una ensoñación apenas atisbada por el tragaluz de un patio, te pregunté si creías en los milagros. Y sonreíste, y sonreímos, y convinimos ambos en que esos momentos donde la vida y la muerte se dan la mano no conviene rechazar ninguna ayuda -la suerte, la ciencia, la fe- que sirva para decidir el resultado. Así estamos ahora, de nuevo, en este tiempo raro de soledad coral que cada tarde se asoma a los balcones para estallar en un aplauso: confiando al filo del desgarro en la voz que te levante y te eche a andar como a Lázaro.
Entonces, en aquellos días de angustia por el hijo, velabas a su lado con una punzada de nostalgia clavada en las intercostales del alma. Hoy sólo te acompañan esos ángeles de la guarda vestidos con pijama mientras los demás nublamos los cristales de nuestras ventanas con el vaho de la esperanza. Yo no sé si sirve rezar, como discutíamos aquella mañana, ni si la energía cósmica ésa que dicen los del pensamiento positivo tiene fuerza suficiente para alzarte de la cama. Pero de algo tiene que servir este denso aliento que flota bajo la humedad de marzo como un zumbido eléctrico. No te imaginas cómo crepitan los teléfonos en busca de la escueta, enrevesada novedad de cada parte médico. Alguien tiene que oír este clamor en la tierra o en el cielo.
Y, claro, como te gusta tanto ir a contramano de las reglas, aunque en el fondo las respetas con la solemne profundidad moral de las cosas serias, has ido a enfermar por tu cuenta en plena tragedia colectiva de la maldita epidemia. Esa forma tan tuya de hacerlo todo a tu manera. Qué gran historia escribirías ahora, en primera persona, en endecasílabos como sueles, enviado especial al corazón mismo de las tinieblas: la lucha a brazo partido, agónica en el sentido unamuniano, del ser humano enfrentado sin certezas al misterio de la existencia. Por eso esta tarde ventosa y plomiza, tan marceña, quiero que sepas que aquí fuera, en la ciudad de apariencia desierta, hay muchos corazones esperando, hacia la luz y hacia la vida, otro machadiano milagro de la primavera.