Juan Carlos Girauta-ABC
- «Basta, bastará con que un solo medio consagrado -como este- se mantenga atado al rigor informativo y a la libertad de opinión, con estricta distinción entre ambos campos, para que el público siga teniendo con qué comparar y no se pierda en la ciénaga el diamante de la libertad»
La brecha digital que a mí me interesa no va de edades, que también. Va de usuarios de buena fe o de colmillo retorcido. Solo estos últimos podemos navegar tranquilos, tratar con buscadores y mantenernos incólumes, surfear el hipertexto sin chocar con ardides de la prensa digital, transitar las redes sin pisar los cepos de titulares trampa.
El ‘clickbait’ ha hecho estragos. Un titular despierta tu curiosidad, clicas y no hallas nada de lo que esperabas. Unas veces no guarda siquiera relación. Otras lees la noticia y parece que la revelación que esperas va a llegar, va a llegar, como el milenarismo de Arrabal, pero no llega. Llamarle ciberanzuelo a esta epidémica microestafa es un intento estéril, otro más, de resistirse a la maldita manía que tiene la gente de hablar como le da la gana. Tranquilos por la pureza del español, que es latín maltratado, como todas las lenguas romances.
Por extendido que esté, el ‘clickbait’ sigue siendo una práctica despreciable. A algunos no nos la cuelan, pero no hay mérito ni mayor astucia; solo experiencia: ya fuimos lo bastante engañados en el pasado, en otros campos.
Se detecta en los últimos tiempos algo alarmante. Aprovechando que la proporción de personas de buena fe no desciende (lo que es en sí mismo bueno, ay del que pervierte al inocente), la práctica que antes fue propia de empresas desaprensivas, de improbable sede y responsables no rastreables, la han adoptado los medios establecidos.
El ‘clickbait’ asomó la cabecita bajo marchamos dudosos, logos que apestaban, textos que imitaban la edición de un medio informativo pero con redactados de escalofrío. Seguramente fruto de los primeros traductores automáticos, como los que usan algunas compañías chinas para verter las instrucciones de una batidora a las lenguas oficiales de la UE. Sin embargo, las más nobles cabeceras y las webs oficiales de los grandes medios audiovisuales, sin distingo ideológico, han acabado por imitar la metodología de los peores. No ha habido corrupción como esta: ‘Corruptio optimi pessima’.
Se impone una toma de conciencia en el sector, y su enderezamiento, para que vuelvan la deontología y la ética común a hacer su trabajo: a un lado los seudomedios engañando a la gente con titulares siempre defraudados en el cuerpo de la noticia; al otro lado el periodismo. A un lado los usurpadores y al otro los profesionales. Abajo, en el lodazal, los que se dedican a ‘monetizar’ clics; Arriba, los principios de un periodismo del que siempre ha dispuesto, y del que deberá seguir disponiendo cueste lo que cueste, una sociedad democrática. Lo que en el presente, y desde hace un rato histórico, implica un sistema de opinión pública, no de vertederos intelectuales.
Interesado desde la adolescencia, o quizá antes, en las estructuras narrativas y en la magia blanca, le veo el plumero, por la mirilla y a dos kilómetros de distancia, al enemigo de la inteligencia o de la buena fe intelectual. Te veo, mentiroso, en la preposición que desplaza levemente el sentido impuesto por los hechos. En el pronombre que el titular no exige. En el adverbio de tiempo que, infiltrado, posa entre los demás vocablos del titular. Te pillo siempre con el carrito del helado, demagogo de turno, propagandista camuflado. Cada cual tiene sus pericias y esta tampoco es tan rara dentro del sector, aunque hay grados de sutileza, cada cual tiene su marca como francotirador, y uno no quiere presumir.
El problema ha llegado al entregarse el sector, precisamente, a la imitación de quienes solo sirven como contraste o brújula inversa: una forma de saber lo que la prensa debe hacer es preguntarse qué harían los zafios trujamanes de la monetización, y hacer lo contrario.
Dejando aparte el ‘clickbait’ y los sesgos conscientes -esto es, la propaganda disfrazada de información-, a la catástrofe descrita se suma un hábito que solo se explicaría en un Occidente donde el antagonismo no fuera el motor de todo. No desde luego en uno inmerso en la guerra cultural. El hábito consiste en reproducir en sus propios términos los titulares de agencia. Es el caso que las agencias de noticias (no todas) comparten agenda con el resto de propietarios de la hegemonía cultural: las grandes tecnológicas, el ‘mundo de la cultura’ y la neoizquierda política, cuya muestra más clara en Europa es el Gobierno de España. Lo que envían esas agencias son píldoras ideológicas. Las organizaciones suministradoras ni siquiera son conscientes del grado de la escora al que han llegado.
Pocos ejemplos más representativos del problema y sus dimensiones que el trato que se dispensa a Israel. El prejuicio contra la única democracia de la zona, la asunción acrítica de las premisas de grupos terroristas con o sin aparato gubernamental a su disposición, la compra de una propaganda en cuya fabricación participan los propios corresponsales, pintan un cuadro que desespera a cualquiera familiarizado con el atavismo antisemita.
En las agencias de noticias hay militantes. En las secciones clave de los diarios, las que influyen en el que influye, hay militantes. La mitad de los titulares tienen sesgo ideológico. En las redes por donde corren los titulares (lo único que lee la mayoría), hay guerrilla, ejércitos de bots y especialistas en exprimir, descontextualizar y reciclar lo ya sesgado para sesgarlo más.
Basta, bastará con que un solo medio consagrado -como este- se mantenga atado al rigor informativo y a la libertad de opinión, con estricta distinción entre ambos campos, para que el público siga teniendo con qué comparar y no se pierda en la ciénaga el diamante de la libertad.