Los jóvenes delincuentes deben ser identificados y sometidos al peso de la justicia, para responder con las penas correspondientes al carácter criminal de su comportamiento. Pero con independencia de ello deberían ser expulsados fulminantemente de la universidad. Sus conductas, violentas, provocativas, liberticidas, constituyen la esencia de lo que nunca debería producirse en el ámbito de una sociedad civilizada.
Si el propósito del conjunto de muchachitos y muchachitas sacrílegos que han profanado una de las capillas católicas de la Universidad Complutense de Madrid era insultar el sentimiento religioso de los que profesamos esa fe, lo han conseguido plenamente: nunca en mis siete décadas de vida había sentido en mi espíritu tamaño escarnio, tanta gratuita y dolorosa ofensa, tanto estupor ante la maldad. Otras imágenes y recuerdos de otros terribles momentos han retornado a mi memoria, en un involuntario proceso asociativo: milicianos del ejército popular de la república española desenterrando cadáveres momificados de monjas católicas para poner en sus amojamados labios cigarrillos recién encendidos, el fusilamiento de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles en las cercanías de Madrid, los cerca de siete mil sacerdotes y religiosos católicos asesinados entre 1936 y 1939 por el simple hecho de serlo. No era una asociación gratuita. Los allanadores del recinto sagrado tuvieron la macabra ocurrencia de escribir en los muros mancillados una frase reveladora: “os quemarán como en 1936”. Mozalbetes que apenas han traspasado el umbral de la pubertad utilizan como bandera reivindicativa la sangre vertida por sus abuelos y bisabuelos hace más de setenta años. Eso sí que es memoria histórica.
Pero si mi conciencia como católico se rebela hasta el extremo de solicitar vehementemente que se haga justicia, mi sensibilidad y formación como hombre libre que siempre ha reivindicado la libertad y la democracia para mi país quedan profundamente alteradas ante el satánico ejemplo de regresión hacia viciosas formas dictatoriales que el sacrilegio encierra. Lo de la capilla de la Complutense, como lo de antes contra las capillas en la Universidad de Barcelona, no son solo manifestaciones antirreligiosas. Son atentados contra la libertad de todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes. Y merecen la reacción contundente y firme de todos aquellos que todavía creen en la democracia como sistema que garantiza los derechos y las libertades de todos los ciudadanos en un marco de respeto, tolerancia y preeminencia de la ley. La invasión de las capillas utilizando formas violentas que se traducen en un recorte brutal de la libertad de los demás y que claramente pretenden introducir temor y amedrentamiento en las victimas constituye una forma incalificable de terror, en este caso amparado por el anonimato del grupo. Alguien, si no ellos mismos, debería enseñarles a mostrar sus caras con la misma impudicia que han mostrado el resto de sus cuerpos.
Los jóvenes delincuentes deben ser identificados y sometidos al peso de la justicia, para responder con las penas correspondientes al carácter criminal de su comportamiento. Pero con independencia de ello deberían ser expulsados fulminantemente de la universidad. Sus conductas, violentas, provocativas, liberticidas, constituyen la esencia de lo que nunca debería producirse en el ámbito de una sociedad civilizada. Menos todavía en el educativo. Con independencia de la calificación penal que merezcan sus acciones, las aulas universitarias no pueden quedar mancilladas por la continuada presencia de tales energúmenos. Conviene cortar de raíz tales barbaries si no queremos que el ejemplo cunda en la impunidad. Y tiene toda la razón el consejero del gobierno autónomo madrileño Francisco Granados al pedir identificación rápida y castigo ejemplar para todos los responsables. Le generalización de lo ocurrido invita al vértigo y ni el país ni Europa ni el mundo están para soportar tales bromas de juventud. Las tentaciones totalitarias, con brazos alzados o con puños en alto, que lo mismo da a la postre, se cobraron en el pasado su pesada factura. ¿Saben estos niñitos con lo que están jugando?
Pero si indignación y tristeza es la reacción que genera la obscena puesta en escena de estos neo totalitarios en calzoncillos y sostén, dedicados a orinar fuera del tiesto en todos los sentidos de la expresión, estupor es el calificativo que mejor describe la actitud de sus mayores, los responsables universitarios, seguramente más guiados por su prejuicios ideológicos que por su dedicación a la dignidad de la enseñanza universitaria. El rector de la Complutense madrileña alega dificultades insuperables para la identificación de la alegre muchachada sacrílega, cuando fueron sus integrantes los que colgaron en You Tube el video de su hazaña. El mismo rector, en un inconsciente reflejo freudiano, admite la culpabilidad de las capillas católicas al opinar que no deberían existir en una universidad pública —le falta añadir que así no habría problemas: desconoce el más elemental de los reflejos democráticos, que sería predicar la libertad de cultos también en el ámbito universitario público: al fin y al cabo ese ámbito está subvencionado con el dinero de todos los españoles, católicos incluidos-. Y rizando el rizo critica, en nombre de la autonomía universitaria, a todos aquellos que han opinado preocupadamente sobre la gravedad de lo acontecido. Pero, al fin y al cabo, ¿para qué sirve la autonomía universitaria si, como vemos con harta frecuencia en este y otros tristes casos, el rector y sus corifeos son incapaces de imponer un mínimo de orden, limpieza y buena conducta en los ámbitos en los que reclama su autoridad? La universidad pública y los que dirigen se deben a la ciudadanía igual que los políticos, los bomberos, los policías o los funcionarios. Faltaría más. La reclamación de la autonomía universitaria se debe aplicar a la libertad de pensamiento y de cátedra, incluyendo naturalmente la que entra de lleno en el terreno del hecho religioso. Pero esa autonomía universitaria no parece ser preocupación primaria de los que hasta ahora, y parece que ya por poco tiempo, han gobernado la Complutense.
Y con todo, ¿en qué sociedad vivimos, cuando hechos tan objetivamente repugnantes tienen lugar sin que las entretelas comunitarias se conmuevan hasta lo más profundo? En cualquiera de los países de nuestro entorno socio politico, y ciertamente en los Estados Unidos, historias como la sufrida hubiera producido inmediatamente la dimisión del rector de la universidad, la expulsión inmediata de los responsables y la apertura de las correspondientes acciones legales, amén de condenas parlamentarias, expresiones gubernamentales de preocupación y solidaridades varias. ¿Ha dicho algo el Ministerio de Igualdad, el de Educación, el de Cultura, el de Justicia, el Presidente del Gobierno, algunos de los Vicepresidentes, el Presidente del Congreso de los Diputados, que se tiene por católico, las comunidades judías, o protestantes, o musulmanas? ¿Ha publicado algún comunicado condenatorio la Alianza de Civilizaciones? Reconocería gustosamente mi error y cantaría la correspondiente palinodia si así fuera, porque hasta el momento sólo he registrado la protesta de la Comunidad de Madrid, la justa petición de justicia dirigida al rector por parte de grupos de la sociedad civil y por supuesto las quejas, por demás educadas, de la jerarquía católica. ¿Es eso todo lo que la España del XXI da de sí cuando se trata de denunciar un grave atentado contra la libertad de sus ciudadanos? Y para añadir preocupación al tema, ¿de dónde salen esos aguerridos retoños de la intolerancia en strip tease, qué educación han recibido, que influencias han mamado, quien les ha enseñado a profanar lo sagrado, quien les ha destilado el peor veneno que encierra la historia de España? ¿Son estos tales los que aspiran a regir los destinos del país en el tiempo que viene?
Cuando en los sesenta del pasado siglo frecuentábamos la Universidad, la Complutense, para ser más precisos, y sin que nadie nos molestara, dedicábamos un rato diario de oración y recogimiento en la capilla de la Facultad de Derecho y al tiempo imaginábamos y luchábamos por una España en libertad y en democracia, nos repetíamos aquella historia dicen que contada por Bertold Brecht, cuando el ateo que iba a perecer en un campo nazi de exterminio recordaba que no tenía a nadie que le defendiera, porque primero fueron a por los judíos y como él no lo era no hizo nada, y luego fueron a por los católicos, y como él tampoco lo era pues tampoco hizo nada, y así con los protestantes, y los musulmanes, y los homosexuales, y los gitanos, y los retrasados mentales, y todos los demás. Estos niñatos de mierda que en el paroxismo de la estupidez asesina cantan los crímenes del 36 profanando los que muchos españoles tienen por sagrado están insultando la libertad de todos. Constituyen el huevo de la serpiente. Haya que erradicarlo antes de que fructifique. Pobre libertad la que se queda sin defensores.
Javier Rupérez, EL IMPARCIAL, 17/3/2011