Javier Caraballo-El Confidencial
- Sánchez ha dado la imagen que necesitaba la extrema derecha, la que no encontraba porque solo estaba en sus discursos distorsionados, en sus eslóganes incendiarios y deformados
Las campañas más incisivas y corrosivas contra la inmigración las ha promovido el Gobierno de Pedro Sánchez, mientras proclama que su política es la contraria al racismo, al rechazo y al señalamiento de los inmigrantes como el origen y la causa de nuestros problemas, el paro, la delincuencia, la falta de viviendas, los recortes sociales… Es así, a veces la frivolidad puede ser tan dañina como la propia maldad, igual que Cipolla nos advirtió del poder demoledor de la estupidez. Por eso, no sorprende oír, con pesadumbre, al presidente de una ONG de ayuda a la inmigración, en España y en Marruecos, lamentar lo ocurrido en Ceuta: “Es terrible, desolador. Es como si hubiera arrasado con todo, otra vez a empezar, a intentar borrar esa imagen de inmigrantes que nos invaden”.La imagen que necesitaba la extrema derecha, la que no encontraba porque solo estaba en sus discursos distorsionados, en sus eslóganes incendiarios y deformados, se la ha proporcionado la inmensa torpeza o irresponsabilidad del Gobierno de Pedro Sánchez cuando decidió frivolizar con las relaciones de España con el régimen marroquí. Que sí, que el responsable ha sido el régimen de Marruecos, el que ha abierto sus fronteras de par en par en Ceuta, el que ha incitado a familias enteras a que se lanzaran al mar para alcanzar la ansiada Europa, pero son las personas, no el régimen, las que cargarán con esa imagen de ‘plaga’ con la que el racismo asocia la inmigración.
“¿Qué viene ahora? ¿La Giralda de Sevilla, la Mezquita de Córdoba o el Parque Genovés de Cádiz?”, se le oye decir en el programa ‘El Mirador’, de Canal Sur Radio, a un reconocido militar en la reserva, Pedro Pitarch, teniente general con un extenso currículo. “Es una invasión, no cabe duda. Porque se trata de algo preparado, orquestado, en el que se emplea a personal civil, mujeres y niños, de ahí que se trate de una agresión cobarde que saben que no va a ser repelida de la manera que se debería”. La proyección exponencial de lo que piensa este general es equivalente al daño que ha hecho Pedro Sánchez a quienes llevan una vida intentando que la inmigración (no ya el hambre y la miseria de seres humanos) se vea como un beneficio para España.
Javier Solana, que fue ministro de Exteriores con los gobiernos de Felipe González y que luego fue nombrado secretario general de la OTAN, resumió el otro día en una frase la estupefacción que ha causado la actuación de España ante Marruecos en todo el mundo diplomático: “Nuestra diplomacia con Marruecos debe ser muy fina”. Solana, que también fue alto representante de la Unión Europea para Política Exterior y Seguridad, podría haberse limitado a repetir aquella frase mítica de Giulio Andreotti cuando visitó España, en los primeros años de democracia, y le preguntaron qué le parecía la vida política española: “Manca finezza”, contestó el entonces primer ministro italiano. A la política de Exteriores del Gobierno de Pedro Sánchez no es que le falte finura, es que ni siquiera parece que tenga un objetivo, un rumbo, y mucho menos inteligencia.
Por eso la ministra de Asuntos Exteriores española, Arancha González Laya, es hoy una figura política achicharrada, bajo cuyo mandato se han producido dos de los episodios más desquiciantes de ese ministerio en todo el periodo democrático: el caso Delcy y el incidente de Marruecos. La gravedad de este segundo es, claro, infinitamente mayor, pero conviene relacionarlos porque ambos provocan la misma estupefacción, casi incredulidad, al no poder dar crédito a aquello que está ante nuestros ojos. Ni uno solo de los diplomáticos o fuentes diplomáticas que se han pronunciado estos días pueden entender lo ocurrido: embarcar al líder del Frente Polisario en un vuelo secreto e intentar esconderlo con una identidad falsa en un hospital de Logroño, para ocultárselo a Marruecos, es una chapuza de tal magnitud —“en la diplomacia del siglo XXI, ya no se funciona con pasaportes falsos y operaciones de este tipo”, como recogió Fernando Garea en El Confidencial— que solo puede superarla la persona que la ha perpetrado, la ministra González Laya, que ayer seguía repitiendo que nunca valoraron que a Marruecos le pudiera sentar mal: “Nunca lo vimos como una agresión” (sic).
El desprestigio internacional de la diplomacia española tardará en repararse, pero mucho más costoso será recuperar cierta normalidad en las necesarias relaciones con Marruecos. Y conviene subrayar esto último: mantener unas buenas relaciones con el régimen marroquí no es una opción, es una obligación. Todas las alternativas imaginables serán siempre peores que las de la buena vecindad con Marruecos, al precio de mirar para otra parte en muchos aspectos de la vida de ese país, que es una dictadura ‘de facto’. Esa lógica diplomática, tan habitual en el orden internacional, es una evidencia para los principales países de Europa (Alemania, Francia, Italia…) y en España no debe merecer ni discusión porque la balanza de intereses está a favor de Marruecos. Del régimen alauí depende el control del flujo migratorio y “el papel clave” —como resaltó ayer mismo Estados Unidos— en la lucha contra el terrorismo islámico, y todo eso ‘pesa’ más que los 346 millones que le llegan de Europa para control de fronteras. Marruecos es muy consciente y lo utiliza como chantaje. ¿Acaso han tenido algún efecto conciliador los 30 millones de euros que el Gobierno de Pedro Sánchez le ha enviado de forma exprés para superar la crisis?
Desde la Conferencia de Algeciras (1906), las relaciones de España con Marruecos han sido siempre tortuosas y, en muchas ocasiones, devastadoras y terribles para los españoles. Quiere decirse, por tanto, que nuestras relaciones con ese país, además de por la vecindad, nunca serán las mismas que las de otros países (sobre todo Francia y Estados Unidos, por otra serie de cuantiosos intereses añadidos). Desde la agonía del dictador Francisco Franco, Marruecos, primero con Hassan II y ahora con su hijo Mohamed VI, ha aprovechado cada momento de debilidad interior de España para organizar una campaña de acoso: la Marcha Verde de 1975, el conflicto de Perejil de 2002 y la apertura de fronteras en Ceuta de este mes de mayo. Esa deslealtad, o desconfianza máxima, es conocida y, como se decía antes, también se soslayaba ante el interés superior de mantener una buena relación de vecindad. La diferencia de todos estos años atrás con el presente es que, ni Felipe VI mantiene con Mohamed VI la relación que mantenían sus padres, ni este Gobierno tiene la prudencia de los anteriores. Más bien todo lo contrario: con Pedro Sánchez, se trata ahora de calcular cómo se recompone todo lo destruido en Ceuta.