Londres y un debate legítimo

LIBERTAD DIGITAL 06/06/17
CRISTINA LOSADA

· Entre el «Aznar, asesino» de 2004 y las críticas a May que se oyen ahora en Gran Bretaña hay un mundo político, cultural y moral de por medio.

Después de los atentados islamistas del 7 de julio de 2005 en Londres, que causaron 56 muertos, el primer ministro Tony Blair respondió visiblemente indignado a una pregunta periodística que insinuaba errores de las fuerzas de seguridad o los servicios de inteligencia. «Los únicos culpables son los autores», replicó. Blair se revolvía así contra la posibilidad de que un atentado terrorista se convirtiera en ocasión para cuestionar la política de seguridad, para cargar contra el Gobierno y, en definitiva, para un ajuste de cuentas político. Yo pensé entonces que Blair tenía muy presente lo sucedido en España a raíz del 11-M, cuando muchos culparon de la masacre al Gobierno y, en concreto, a su presidente, Aznar.

Ha pasado más de una década y no son pocas las cosas que han cambiado en relación a los ataques yihadistas en suelo europeo y más allá. La marca bajo la que actúan los terroristas (antes Al Qaeda, ahora el Daesh o ISIS), los procedimientos de los asesinos (ahora, más atropellos y acuchillamientos que bombas), la frecuencia de los ataques (el último en Londres se perpetró trece días después del de Manchester), todo eso ha cambiado. Pero también ha cambiado el modo en que los atentados reverberan en la esfera política.

Ciertamente, no se ha llegado en ningún país europeo a la ignominia de aquellos días de marzo de 2004 en España. Sin embargo, ya no puede un primer ministro acallar, como hizo Blair, cualquier atisbo de crítica a su política antiterrorista. Ya no puede esperar un Gobierno que la «unidad frente al terrorismo», a la que tanto se apeló aquí en tiempos, signifique que nadie cuestione la eficacia de su política de seguridad. Una cosa es culpar al Gobierno de los atentados y otra distinta es someter a crítica su manera de afrontar la amenaza terrorista.

Los atentados yihadistas en Manchester y en Londres han coincidido con la campaña electoral británica y después del segundo se ha censurado a la primera ministra, Theresa May, por decisiones que tomó en los años en que estuvo al frente del Ministerio del Interior. Lo hizo en especial el líder de la oposición, el laborista Jeremy Corbyn, que ha pedido que se castigue electoralmente a May por haber reducido el número de agentes de policía. May respondió recordando que Corbyn se opuso a la legislación antiterrorista desde el Parlamento, y asegurando que no recortó en absoluto el presupuesto de seguridad.

No es éste el debate más profundo que puede hacerse sobre las insuficiencias de las medidas contra el yihadismo en el Reino Unido, pero muestra que en la política británica se puede criticar al Gobierno después de un atentado sin cruzar la raya moral que se traspasó en España en 2004. Entre el «Aznar, asesino» que se escuchó en las calles de las ciudades españolas entonces y las críticas a la primera ministra May que se oyen ahora en Gran Bretaña hay un mundo político, cultural y moral de por medio.

El cruce de reproches entre Corbyn y May se ha reducido a términos propios de una campaña electoral, al eslogan simple de si se recortó o no se recortó en las fuerzas policiales. Pero el problema allí, como en otros países europeos, es dar con una estrategia adecuada contra el yihadismo. Fernando Reinares, uno de nuestros mejores expertos en terrorismo, decía el otro día en un artículo que el Reino Unido está entre los países europeos cuyos servicios policiales y de inteligencia se encuentran «literalmente desbordados».

En la última década, los británicos optaron por intentar que las comunidades musulmanas cooperaran con las fuerzas de seguridad. No parece que esa política haya logrado su objetivo. Tendrán que revisarla y modificarla. El debate sobre cómo ha de ser la política antiyihadista es legítimo, útil y necesario, aunque será más útil si se aleja de las simplezas de campaña. Es un debate que no se puede hurtar a los ciudadanos, que son, a fin de cuentas, los que ven en peligro su seguridad y sus vidas.