MANUEL CRUZ-EL PAÍS
  • El independentismo catalán suele ignorar las críticas a sus excesos argumentando que son casos aislados, al tiempo que eleva a categoría cualquier anécdota que considera ofensiva

Siempre me he preguntado cuántas anécdotas se necesitan para constituir una categoría. No me lo pregunto por preocupación epistemológica o cualquier otra de parecido tenor, relacionadas con mi querencia filosófica, sino por razones bien prácticas, relacionadas con lo que me rodea. En Cataluña, resulta extremadamente frecuente que cuando alguien lamenta o censura determinados comportamientos —lamentables o censurables sin la menor reserva—, relacionados con las posiciones independentistas, los aludidos se defiendan argumentando el carácter excepcional y, por tanto, poco representativo, de los comportamientos en cuestión. “Son unos pocos casos aislados que no permiten extraer conclusiones de carácter general”, suele ser la respuesta, ya estandarizada, que se proporciona desde el oficialismo. A continuación, resulta también frecuente que se complemente dicha respuesta dirigiendo a los acusadores una acusación de vuelta: la de actuar con mala fe, a sabiendas de que los comportamientos en cuestión no daban de sí para tal denuncia. Si lo prefieren formular con los términos dorsianos del principio: la defensa de los acusados consiste en acusar a los acusadores de convertir la anécdota en categoría.

Nada que objetar de entrada a este planteamiento si no fuera porque ese mismo oficialismo y su potente e incansable aparato de propaganda se han convertido en auténticos profesionales de idéntica conversión de lo anecdótico en categorial. Los medios de comunicación públicos catalanes ofrecen a diario (y en todas sus franjas horarias sin excepción alguna) múltiples y variados ejemplos de episodios insignificantes protagonizados por personas, sectores o instituciones ajenos al independentismo, convertidos en la prueba palpable de algún tipo de agresión en toda regla a Cataluña y a sus instituciones. Para quien no tenga a mano fácilmente la posibilidad de sintonizar alguno de dichos medios, recordaré un episodio muy utilizado por los diputados independentistas en el Congreso. Me refiero al grito de “¡a por ellos!”, lanzado por un grupo de descerebrados al paso de un contingente policial destinado a Cataluña en el otoño de 2017, grito que se vio convertido de un día para otro en categoría de paso universal por parte del independentismo. Hasta tal punto es así que fue utilizado tanto para (des)calificar al jefe del Estado (”el rey del ‘a por ellos”), como a la judicatura por entero (”los jueces del ‘a por ellos”) o, eso ya por descontado, al Ejecutivo (”el Gobierno del ‘a por ellos”). Nada ni nadie quedaba a salvo del ingenioso reproche.

Pero si nos quedáramos en semejante constatación, cualquier lector de estas líneas nos podría reprochar, y no sin razón, que, más que desmontar una argumentación, lo que estamos haciendo es señalar lo sumamente generalizada que la misma se encuentra. Procede, por tanto, si no es este nuestro propósito, dar un paso más e intentar ahondar con mayor detalle en el planteamiento de marras para, en lo posible, ver de desentrañar su lógica. Tal vez la forma más eficaz de hacerlo sea intentando encontrar una situación que haya servido de anécdota para ejemplificar acusaciones de signo contrario y analizar la argumentación utilizada.

Hace ya algunos meses, el caso del cliente de una pizzería de Barcelona al que la dueña del establecimiento, una ciudadana italiana, le pidió que le hablara en castellano porque aún no entendía el catalán, fue la munición para reavivar el viejo debate. El cliente que se sentía agraviado esgrimía su derecho a vivir en catalán, esto es, a no verse obligado a cambiar de lengua en ningún momento ni circunstancia. La suya no era, conviene destacarlo, una denuncia por lo generalizado de la situación referida. Porque a los efectos de lo que estamos pretendiendo destacar aquí, una constatación resulta de todo punto ineludible: ni falta que le hacía que lo fuera, en el supuesto de que le asistiera el tal presunto derecho.

Sin embargo, cuando las denuncias adoptan el signo contrario, como ha venido sucediendo desde hace tiempo, y plantean situaciones relacionadas, pongamos por caso, con la inmersión lingüística y el modelo de escuela catalana, la forma de argumentar de estos mismos sectores varía sustancialmente. Entonces los denunciados aportan, como el dato principal a tener en cuenta, el escaso número de quejas recibidas, lo excepcional de los padres que reclaman el cumplimiento de la normativa legal, etc., interpretando todo ello como argumento concluyente para destacar la escasa importancia real del asunto.

Con otras palabras, para el independentismo, cuando se trata de denunciar, el criterio fundamental es cualitativo. La menor insignificancia resulta reveladora, indicativa de un designio mayor frente al que se exige estar alerta. Recuerdo cuando, en una tertulia radiofónica en la radio pública catalana le comenté a Ernest Benach, expresident del Parlament, que no alcanzaba a ver qué daño real podía infligirle a la lengua catalana un cambio en la normativa que simplemente supusiera impartir en la escuela una asignatura —como, por ejemplo, física— en castellano. Su respuesta fue del tenor de lo que ya hemos comentado: representaría una grieta en el modelo. De ahí las consignas del tenor de “ni un paso atrás” o “la escuela catalana no se toca” (a menudo me pregunto: ¿ni para mejorarla?).

En cambio, cuando se trata de replicar a un determinado tipo de denuncias el criterio es tan solo cuantitativo, eludiendo entrar en la sustancia del asunto. Pero la sustancia es precisamente lo que importa. Y la sustancia en tales casos son los derechos. A nadie en su sano juicio se le ocurriría sostener que, por cambiar de manera radical de ejemplo, la atención que se le viene prestando en los últimos tiempos en la esfera pública a la problemática trans es desmesurada, habida cuenta de que el número real de afectados por la misma con relación al global de la población resulta estadísticamente despreciable.

Si no fuera porque ya estamos curados de espantos y vacunados contra sorpresas y contradicciones, llamaría la atención que aquellos a los que se les ha llenado la boca durante una década hablando de un presunto derecho (a decidir), sean tan poco respetuosos con los derechos ajenos cuando creen que estos pueden entrar en conflicto con los suyos. Por no hablar de que solo quieran decidir sobre lo que ellos han decidido con antelación que merece ser decidido. Y como a alguien se le ocurra sugerir en la plaza pública, por más tímidamente y con toda la prudencia de este mundo que lo pudiera hacer, que tal vez habría que decidir también sobre alguno de los tótems (que son asimismo tabú) del independentismo, está más que acreditado que le aguarda la muerte civil.

Y por si a alguien le diera por pensar que exagero con esto último, terminaré el presente texto citando las palabras pronunciadas por Ferran Mascarell, portavoz del grupo municipal Junts per Catalunya en el Ayuntamiento de Barcelona, con ocasión de un pleno en el que su grupo solicitó que no se promocionaran autores en lengua castellana en la festividad de Sant Jordi del presente año: “Promover el catalán exige que ningún responsable político pueda insinuar [sic] que hablar del estado de la lengua es fiscalizador o asfixiante”, afirmó. Curiosas palabras las de este dirigente independentista, en las que si algo queda claro es que lo realmente fiscalizador y asfixiante es una exigencia que no admite ni tan siquiera que pueda haber alguien capaz de insinuar la menor discrepancia.

Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Es autor del libro Transeúnte de la política (Taurus).