- Ni la Revolución Francesa pudo evitar los iconos; inventó otros como la Diosa Razón, porque las masas demandaban símbolos a los que adorar
Hay que trasladarse al Imperio Romano tardío, Bizancio y aquellas épocas tenebrosas, pero intocables para la posmodernidad. La benevolencia ante la implacable crueldad romana se mantiene ciega, por más que la ridiculice Asterix. Para salvarlo se recurre a las palabras. Se trataba del Imperio bizantino. Fue entonces cuando influidos por un cristianismo de fanáticos los emperadores promovieron la liquidación de estatuas. Todas. De ahí se pasó, tras muchas víctimas, a venerar imágenes religiosas. Y así hasta hoy. Ni la Revolución Francesa pudo evitar los iconos; inventó otros como la Diosa Razón, porque las masas demandaban símbolos a los que adorar. ¿Quién nos iba a decir que volveríamos al dogmatismo de los creyentes en ídolos verbales?
Los líderes han encontrado un filón para hacerse populares a precio de ganga. Quizás forme parte de esta época y del reblandecimiento cerebral de una izquierda palabrera; hacemos la misma política que haría la derecha pero nuestro discurso es moral y no como el de ellos que son históricamente inmorales. El principio básico está en tener la razón y nosotros nos la hemos dado por ser quienes somos. Si no fuera tan infantil creeríamos que la gente se ha vuelto idiota. Un presidente de un país atribulado por la corrupción y la violencia endémicas hincha el pecho en defensa de los “pueblos originarios”. Así se salva la responsabilidad de los criollos y se cubre de un manto rosado un presente en el que nada puede cambiar; basta que mejore el orgullo del pobre. Tiene su valor el que la “achicopalada” descendencia de los “pueblos originarios” choque con el muro que diseñó Donald Trump y que haya de pecharlo con la tácita anuencia de López Obrador.
La dinámica es tan simple que por primera vez podemos encontrarnos con novedades de pasmo. ¿Por qué no exigir que los capitalistas pidan perdón a los obreros por haberlos explotado durante dos siglos? Sería una medida ejemplar que permitiría a los sindicatos mantener la honra y a los empresarios reunidos en consejo de administración descojonarse de risa, mientras redactan una sentida carta de condolencia histórica. Cosas más divertidas se han logrado con el recurso a la filantropía, pero como no cualquiera puede ser el fabricante de la dinamita y envejecer con el mérito de los Premios Nóbel, habrá que conformarse con seguirles la cuerda a los artesanos de la bondad histórica. Ya lo dijo un fascista hispano en el momento trascendental de cubrir un crimen de estado: la historia tiene la culpa. Él dijo Rusia, pero da lo mismo, porque era al pasado al que había que retorcer para así seguir castigando al presente.
No es posible imaginar a la Revolución Cubana de 1959 haciendo una mención a su pueblo originario, que vaya si existió, o al fatuo desastre del 98 que trasladó la hegemonía -¡ay hegemonía, cuantas sandeces se pronuncian en tu nombre desde Gramsci acá!- que pasó de la España desvaída al emergente Imperio Norteamericano. Las cosas, cuando se hace política y no bisutería, son siempre más complejas, y más perversas. No caben los buenismos. No puedo borrar del imaginario la escena de Zapatero sentado mientras desfilaba la bandera de los EEUU. Inauguraba la izquierda de los gestos parroquiales que tanto placen a los iconoclastas asentados de la posmodernidad. Son como los matasuegras en las fiestas: algo inventado para alegrar pero que da grima.
Hacer pasar a las estatuas por una criba histórica es una tarea de alto riesgo y no precisamente para las efigies pétreas, que les da lo mismo frío que calor, pero sí para las sociedades que las contemplan. Cuando se retiró en Madrid aquel grandilocuente caballo con Franco en la grupa se hizo por razón y por estética: una grúa, de anochecida y ante un puñado de arrebatados gritando aleluyas. La llevarían a cualquier almacén de reliquias onerosas y la plaza lució limpia para que al menos pudiera verla, durante sus últimos años, el poeta Ángel González, el vecino vencido. Ahora se trata de dejar constancia de que odiamos a los muertos, aquellos que ni los conocieron ni menos aún los sufrieron. Emborronarlos con colores vivos para que la imagen quede vistosa en las redes. Gamberrada de niñatos.
Fue el cineasta polaco Andrei Wajda quien mejor retrató en un filme inolvidable, “El hombre de mármol” (1977), la singularidad de las estatuas por las que no pasa el tiempo pero sí la historia. Los grandes de hoy serán arrastrados mañana y acabarán todos en el holgado almacén de los recuerdos detestados. Especialmente todos los que se rememoran como referentes de grandeza o de heroísmo y que no resisten el algodón de nuestros espejos impolutos. Hilando fino no creo que ninguna estatua conservara el derecho a un pedestal, ni los intocables romanos, menos aún los iconos instrumentales que cada época se inventó para adocenar a las masas que necesitaban santos laicos, o al menos eso creían quienes detentaban el poder. Los dioses griegos, gallardos o trágicos, acabaron en esa era terrible del Absolutismo al que nosotros cubrimos con una pátina cultural que llamamos Ilustración. Ni aquellos que tuvieron destinos crueles y fueron castigados con la miseria, la prisión o el abandono, pudieron evitar convertirse en instrumentos marmóreos de los herederos de la crueldad.
Se ha ido abotargando el sentido del fascismo convirtiéndolo en parodia, de tal modo que ha devenido en el insulto preferido por los violentos. La paradoja del antifascista convertido en fascista, porque desprecia al disidente y aspira a eliminarle, no encuentra palabras para definirlo. Cuesta expresar cómo el supuesto odio antifascista de los descerebrados ha ido degenerando en la manifestación fascista más frecuente. No hay diferencias porque no tenemos más que las viejas palabras para definirlo. En España hace tiempo que los discursos son tan limitados que no expresan ni la realidad ni el sentido.
Nunca entendí, por ejemplo, que la chusma pobre y cabreada se dedicara a quemar iglesias. ¿Por qué los templos? La gesta se inauguró en Madrid, al comienzo de la Primera Guerra carlista. Alguien aseguró que los curas habían envenenado el agua de la población castigada por la epidemia. Pero el hábito siguió hasta la II República. Si se trataba de quemar símbolos del poder había centenares donde escoger y más representativos. Quizá fuera por la facilidad del gesto, esa querencia tan nuestra. Poco feligrés y mucha madera. La violencia del mentecato gregario. El poder permanecía inmune y el populacho había vivido su momento de gloria. ¿Qué más le puedes pedir a una vida mental precaria?