Antonio Rivera-El Correo

Hubo un tiempo en que votaban los muertos. Los votos de «lázaros» remitían a difuntos no retirados del censo o a vivos que se hacían pasar por ellos. Era un fraude, pero denotaba una consideración para quienes ya no estaban entre nosotros.

La pandemia ha destapado una sensibilidad poco respetuosa con los más amenazados por ella. Las proclamas principales se dirigen al futuro de unos vivos tan vivos que no se suponen bajo su amenaza. Su problema principal es el económico: su empleo, su negocio o sus capitales. Los deslenguados lo expresaron sin ambages cuando la ola mortal no había arribado a sus costas. Donald Trump puso en doscientos mil el tope de muertos que se podía permitir y, hasta no sobrepasar tan escalofriante guarismo, antepuso la reactivación económica a cualquier estrategia sanitaria. Le siguieron los Bolsonaro y botarates de ese tenor. Nos horrorizamos. Hay cosas que, aunque se piensen, incluso aunque sean así, no se dicen, se sobreentienden. Pero hace unos días las proclamó el popular cántabro Revilla y todavía recuerdo la ofuscación de nuestra hiperactiva Arantxa Tapia al comenzar un confinamiento que paralizó la economía. Dijeron exactamente lo mismo que el necio norteamericano: «Primero los vivos». La primacía de lo económico y del negocio se ha mostrado obscena. Los muertos no votan ya; ni siquiera los vivos los reclaman para hacerlo en su nombre.

Los programas electorales ya estaban confeccionados en febrero. Cada quien ha pegado al suyo unas páginas por delante advirtiendo de la novedad. Son pocas y contradicen la lógica de lo que va a continuación. En ellas hacen proclamas genéricas de las que se llevan estos días y que sintetizan la economía por excelencia: la empresarial. Bajar impuestos, repartir ayudas por doquier y mantener equilibradas las Cuentas públicas. «¡Viva el comunismo y más sueldo para mis obreros!».

Propongo apartar las quinientas páginas viejas y limitarnos a responder estas pocas preguntas: ¿Cuáles son las exigencias mínimas para tener abierta una residencia de mayores? ¿Cuál es el suelo indiscutible de nuestro sistema sanitario? ¿Cómo reformamos el sistema fiscal para sostener la nueva normalidad? ¿Nos creemos de verdad que no es el salario, sino la condición humana, lo que da derecho a vivir? ¿Cuál es el mínimo que lo garantiza y cómo repartimos el empleo existente? Y, por último, ¿hacemos una economía para abastecer demandas reales o persistimos en otra que las crea para, satisfaciéndolas, enriquecer a cuantos participan de ella?