Fabián Laespada-El Correo

Con los homenajes a etarras encarcelados por asesinatos o secuestros, la izquierda abertzale regresa a su pasado más macabro. Una sociedad sana no puede aceptar esos actos

Hace ya once años que el Parlamento vasco aprobó la Ley de Reconocimiento y Reparación a Víctimas del Terrorismo. Su artículo 4 versa sobre la dignidad de las personas maltratadas por el terror e indica claramente que, con el objeto de garantizar la seguridad, el bienestar físico y psicológico y la intimidad de ellas y de sus familiares, se adoptarán medidas apropiadas para «evitar la realización de actos efectuados en público que entrañen (su) descrédito, menosprecio o humillación (…), exaltación del terrorismo, homenaje o concesión pública de distinciones a los terrorista». Pues esta ley la han infringido quienes el pasado fin de semana exaltaron y homenajearon a dos ex-presos etarras en Hernani y Oñati, homenajes con indisimulado apoyo de sus ayuntamientos.

El Gobierno vasco, aun cuando rechaza esos actos de bienvenida, se escuda en resoluciones judiciales para declarar que son actuaciones enmarcadas en la libertad de reunión y manifestación y que, en consecuencia, no actuará de ninguna manera. Perplejo me quedo. Utilizar el espacio público para ensalzar, homenajear, glorificar o recibir con ceremonia de héroe a una persona que ha estado privada de libertad por haber matado, secuestrado y/o extorsionado quizá suponga un uso indebido de ese suelo público, más allá de las consideraciones morales y éticas que las personas podamos realizar. Pero creo que nuestra Administración debería tomar medidas para que esto no suceda y toda celebración o recibimiento quede en el ámbito estrictamente privado tanto en lo relativo al espacio como a la logística y apoyo.

Hasta aquí, más o menos, la argumentación relacionada con lo que se espera de un Estado de Derecho activo. Pero para mí es mucho más importante la reacción que la sociedad debe mantener desde este lado de la vida frente a quienes ensalzan la muerte, a quienes glorifican a unas personas cuyo mayor mérito ha sido joder al prójimo, restar vidas, aumentar sufrimientos y generar miedo y dolor. A esas personas nos debemos dirigir el resto de la sociedad, con claridad y determinación, sin demagogias ni ánimos revanchistas, tan solo con el poder de la razón: ¿hubo algún motivo para ametrallar un bar con unas veinte personas dentro y matar a cuatro jóvenes de veinte y pico años? La respuesta se me antoja fácil. Sin embargo, ese mata-jóvenes fue recibido con todos los honores en su Hernani natal. La pancarta de recepción era de lo más victimista y exculpatoria: ‘Bienvenido, Baldo, después de 43 años’. Es lo que tiene estar en ETA desde el 76.

Hace ya casi ocho años que la mayoría de la sociedad vasca celebramos -eso sí que fue motivo de celebración- el fin definitivo de la violencia de ETA. Ese punto final suponía de facto salvar la vida y la tranquilidad a miles de personas amenazadas por la banda e iniciar una fase post-violencia. El abertzalismo extremo continua en su postura de no mirar atrás y de pasar página rápidamente, de olvidar toda la historia de violencia alimentada y sostenida por ellos mismos. Pareciera que no quisieran reparar en las miles de ekintzas de kale-borroka y apoyos explícitos y vocingleros a ETA, que lo importante es mirar y trabajar el futuro. Sin embargo, con ‘ongi etorris’ a etarras solo regresan al pasado más macabro y oscuro: encienden antorchas al paso de los asesinos de ETA, enarbolan ikurriñas cual estandartes bélicos y gritan que la borroka es el único camino y que los presos a casa ya. De repente nos llevan al pasado de muerte, tristeza y miedo; será que ellos continúan en él. ¿Dónde queda ese discurso de reconocer y reparar los dolores de «todas las víctimas»? ¿Era todo un cuento? ¿Nadie de ese mundo se va a levantar en contra de estos homenajes, que solo ensalzan un pasado que se ha llevado por delante la vida de 850 personas? Cualquiera que lo vea de lejos solo puede entender lo que es: el homenaje a un héroe y la aprobación de sus delitos y, con ello, lógicamente, consentir de nuevo el dolor provocado a las víctimas de ese terror. Mal consentido, mal sin sentido. Mal vamos.

Marta Buesa acaba de escribir que una sociedad sana y tolerante jamás permitiría este tipo de actos. Lo suscribo completamente. Añadiría, a modo de moraleja, que si esto pasa en nuestro país será porque fallamos en lo tolerante o en lo sano de nuestra forma de proceder. Yo creo que somos una sociedad en cuyas entrañas la violencia quedó incrustada y legitimada por una parte; cada vez más pequeña, sí, pero ferozmente instalada en nuestro subconsciente; nos ha costado muchos dioses y ayudas desnudarla y desenmascararla, llevarla al pozo del desprestigio y verla como es: terror, dolor, enfrentamiento y destrucción. Además, todavía quedan personas que creen que la muerte del otro se puede celebrar e, incluso, ir con los niños a desfilar con el héroe y soltar cohetes como si de una boda o un nacimiento se tratara; la muerte como si fuera una fiesta. Lamentablemente, eso nos queda todavía por sanar.

Por último, quiero dirigir mi mirada directamente a las víctimas. Tranquilas, no os voy a pedir nada. Últimamente, muchos os piden generosidad o implicación en procesos y tómbolas de futuros. No, yo solo quiero haceros llegar un mensaje que seguro que la mayoría habréis recibido ya: sabed que muchas personas de esta sociedad, aunque no nos veáis, estamos con todas vosotras; nos gustaría que percibiérais nuestro apoyo y cercanía; que, como a vosotras, cada vez que vemos imágenes de etarras homenajeados, se nos saltan las lágrimas, pero no solo de tristeza sino de rabia y de incomprensión, y entonces nos arrimamos más hacia vuestra vera. No estáis solas, para nada. Los homenajes, los verdaderos reconocimientos a vuestro comportamiento ejemplar, os los hacemos todas y todos nosotros cada vez que la memoria se pone pesada y nos recuerda que vosotras jamás tomasteis el camino de la venganza ni del odio. Y eso sí que tuvo sentido.