JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

El emperramiento infantil en aferrarse a la literalidad de los textos impide llegar a un consenso que revelaría la superioridad de la reforma sobre la derogación

El término ‘derogar’, junto con sus afines, tiene su hábitat natural en contextos de cambio de régimen. La Constitución española, por ejemplo, deroga, en una cláusula que incluye esa específica denominación, una serie de leyes franquistas que resultaban incompatibles con el sistema democrático por ella instaurado. Derogar implica ruptura respecto del pasado. Borrón y cuenta nueva. En democracias establecidas, en cambio, no es habitual el uso de normas derogatorias. La alternancia en el poder no supone, en principio, ruptura ni gobernar a bandazos, sino que implica, más bien, continuidad del sistema, y a términos como derogar prefiere los de reformar o sustituir. No se comienza de cero. Quien deroga mira hacia atrás, las más de las veces, con ira. Quien sustituye o reforma pretende hablar de futuro. Por lo general, es en normas que versan sobre asuntos muy controvertidos, que suelen afectar a cuestiones de alta dosis ética o arraigadas creencias religiosas, en las que se recurre a la derogación.

En el actual contexto político español, caracterizado por la extrema polarización, los términos derogar y afines se han hecho, sin embargo, de uso común. La oposición ha adquirido la costumbre de recurrir al concepto cada vez que el Congreso aprueba una ley sin su apoyo, sea de vivienda, de memoria histórica o de fiscalidad. Las posturas están tan enfrentadas, que sólo la derogación parece expresar la que uno mismo apoya. Una suerte de cultura de la cancelación. No hay graduación entre rechazo y aprobación ni siquiera cuando la ley es, no ‘de punto único’, sino compuesta de múltiples elementos, admisibles unos y rechazables otros. En nuestro agrio debate político actual, el término maldito ha adquirido especial virulencia a propósito de la legislación laboral. Ya el PSOE jugó con él en ocasiones, pero, en su gobierno monocolor de 2018, prefirió expresiones más limitativas como «derogación de los aspectos más lesivos» o simplemente reforma de la anterior ley. La incorporación de la izquierda más radical al Ejecutivo a través de UP, en enero de 2020, logró introducir en el programa de Gobierno el compromiso de la derogación sin más de dicha ley, si bien quedó un par de referencias sueltas a la vieja expresión de «los aspectos más lesivos».

No cabe, por tanto, duda, de que la lectura literal que hace la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, es correcta y tiene las de ganar. Derogar la ley promovida por el Ejecutivo popular es un rotundo compromiso gubernamental. Y más rotundo aún se hizo cuando se reiteró en un posterior acuerdo del Gobierno ya constituido con EH Bildu. Pero, del lado contrario, tampoco cabe excluir que la sinuosa trayectoria que el término ha seguido en boca de los actores, así como las enormes transformaciones que se han producido, en España y en el mundo, tras el impacto de la pandemia y la subsiguiente precariedad económica, aconsejarían -si no exigen- una reflexión sosegada sobre el tema. El punto de partida sería, aparte de la toma en consideración de las transformaciones citadas, la aceptación, por parte de todos los afectados, de que la gravedad del asunto compromete al Ejecutivo en pleno y no sólo al ministerio que ostenta la titularidad. Nada nuevo en la práctica de cualquier Gobierno. A este propósito, si ligero e imprudente fue el PSOE al admitir en el programa gubernamental un término tan comprometedor como -para él- incómodo, de lo mismo peca ahora la ministra al aferrarse a la literalidad y desdeñar los condicionantes sobrevenidos que deberían matizarla y enriquecerla. Entre ellos, la inclusión de todos los implicados -sindicatos, empresarios y Unión Europea, además de los socios del Ejecutivo con todos sus aliados externos- sería el más determinante.

Tal y como está, la disputa amenaza con provocar la ruptura. La actitud de la UE refuerza, de un lado, la posición del PSOE; del otro, la tesitura en que se encuentra la ministra, con su propósito de asentar un nuevo liderazgo y articular un «frente amplio» de izquierda con que enfrentarse a su socio de Gobierno, endurece la suya. Además, ha arraigado un emperramiento infantiloide con la terminología que impide acordar esos «aspectos más lesivos» que se pretenden anular, y alcanzar una reforma de fondo que superaría la mera derogación. Sabríamos, al menos, de qué se habla. Y del ‘uno gana y otro pierde’ a que aboca el actual debate se pasaría al ‘todos salvan la cara’. A no ser que la cosa vaya precisamente de pintársela al contrario hasta humillarlo.