JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • De no poner orden en tanto desorden, la política de este país puede acabar siendo la más concluyente confirmación de la veracidad de la ley de Murphy

Si pudiera calificarse con un solo término lo que la política institucional del país sugiere a cualquier observador, pienso que el de «desorden» sería el más adecuado. Se trata de una opinión generalizada que no depende de adhesiones o sesgos partidistas. La única objeción que podría hacérsele es, no su generalización, sino su rotundidad, que sólo se justifica por ser en estos tiempos críticos en que vivimos cuando con más añoranza se echa en falta un sistema ordenado que alivie la incertidumbre y la confusión que nos tienen secuestrados. Sirva esta breve introducción para excusar el desorden también de estas líneas que, más que un artículo al uso, componen una miscelánea que tocará un poco de todo.

Las vacunas ocuparán, por su actualidad y gravedad, el lugar prioritario. Lo que prometía ser punto de inflexión en la lucha contra la pandemia está convirtiéndose, por su torpe gestión, en uno más de los ya demasiados episodios de confusión a que hemos asistido. No se trata sólo, ni siquiera sobre todo, del abusivo aprovechamiento que de su aplicación han hecho unos cuantos responsables, sino de la imprevisión y la falta de claridad con que está procediéndose. Sólo apuntaré tres notas. Resulta increíble que, como si la vacuna nos hubiera cogido por sorpresa, aún esté fijándose el calendario de prioridades y los ritmos de aplicación. Incomprensible también que la carrera por llegar primero haya hecho despreciar la prudencia en asegurar que la segunda vacunación pueda llevarse a efecto sin riesgo de retrasos en la producción y la distribución. Y escandaloso, por fin, que no se sepa aún qué hacer con esa sexta dosis «de sobra» que tienen algunos viales y que, por falta de jeringuillas adecuadas, ha permitido tanto abuso y desperdicio. Basten estas tres notas, cogidas un poco al azar, para llamar la atención sobre el daño que el desorden de gestión causa en la confianza que la vacuna debe inspirar en una población siempre temerosa ante lo nuevo en asuntos de salud.

La cogobernanza fue la palabra talismán que la política acuñó para definir este nuevo tiempo de supuesta cooperación entre administraciones. Como ocurre con lo que en política deslumbra, era puro oropel. La última reunión del Consejo Interterritorial ha sido la mejor prueba. Frente a la práctica unanimidad autonómica, con propuestas muy razonables, por cierto, el Ejecutivo central impuso su criterio. Nadie sabe si las razones políticas prevalecieron sobre las sanitarias o viceversa. El hecho es que la inoportuna cohabitación en la misma persona de ministro de Sanidad y candidato electoral tiñó todo de sospecha. Y, así, el desorden institucional sublimado a categoría de cogobernanza ha vuelto a hacer mella en la confianza que a la ciudadanía le merece la neutralidad en la toma de unas decisiones que, aunque razonables, limitan su libertad y ponen trabas a la convivencia. ¡Lo que le faltaba a la gente para desembarazarse de las restricciones que las circunstancias imponen!

Quizá por eso, incluso en el seno del propio Gobierno, la cogobernanza ha sido sustituida por la más feroz rivalidad. No se trata, como alegan sus defensores, de que aflore una batalla ideológica que los socios tendrían derecho a librar en el ejercicio de su respectiva representatividad. Afecta, más bien, de lleno a lo programático y pone en entredicho la debida lealtad constitucional, cuando no ataca directamente la dignidad de los compañeros que se sientan a la misma mesa del consejo. El ciudadano ve cómo el interés partidista y la soberbia de las personas se imponen a la labor gubernamental. El Gobierno deja de ser fuente de soluciones para convertirse en espectáculo que absorbe la atención del ciudadano hasta el aburrimiento y el escándalo. No es el tributo a pagar por todo gobierno de coalición. Es, sin más, otro desorden que al Gobierno le interesaría más que a nadie corregir para no irritar a la gente ni caer en el ridículo y la irrelevancia.

Y, para concluir, «lo de Cataluña». Ya el hecho de que todo el mundo entienda a qué se refiere esta desdeñosa expresión da idea del desorden institucional en que la política de esa comunidad, y la que a su respecto se ejerce desde el resto del país, se hallan sumidas. Murphy lo habría tomado como la más concluyente confirmación de su ley. Quede su mención, junto a todo lo anterior, como un motivo más para que la política se ponga manos a la obra a fin de que la casa común no quede hecha unos zorros o manga por hombro.