ABC-JON JUARISTI
No era necesaria la absolución póstuma de Companys para tranquilizar a Torra
FERNANDO Molina Aparicio tituló uno de los mejores ensayos históricos que conozco sobre la España del siglo XIX «La tierra del martirio español. El País Vasco y España en el siglo del nacionalismo» (Centro de Estudios Constitucionales, 2005). La primera parte del título la tomó de «Montes de Oca», un tardío episodio nacional de Pérez Galdós, donde se lee lo siguiente: «Álava, con Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya, es la tierra del martirio español». Y, algo más adelante: «Allí las generaciones han jugado a la guerra civil, movidas por ideales vanos». Don Benito recapitulaba así, a la altura de 1900, lo que había sido la Historia del espacio vascongado y navarro en España durante el siglo que entonces concluía y la Historia de España en dichos espacio y tiempo: dos sangrientas guerras civiles, a las que algunos añaden la insurrección realista del Trienio.
Pla no habría estado de acuerdo. Para él, Cataluña fue la región más violenta del XIX, con cuatro guerras civiles en su haber frente a las tres vasconavarras. Añadía que la Primera República fracasó por ser obra de catalanes y, sobre todo, de ampurdaneses, pues fue el Ampurdán la comarca más caótica y feroz del XIX español, siglo desquiciado de carlistas y salteadores de caminos pero apacible si se compara con el siguiente, sobre todo con su primera mitad, cuando Cataluña fue el gran matadero de entreguerras, dicho sea en homenaje, no a Cataluña, sino, por ejemplo, a los Maristas asesinados en Cataluña por el Consejo de Milicias después de haber cobrado su rescate de sangre de los superiores franceses de la congregación. No sé si Cataluña fue la tierra del martirio español del siglo XX, pero sí la del martirio católico español del siglo XX. En toda España asesinaron las izquierdas curas, frailes, monjas y gentes de misa semanal y adoración nocturna, pero donde se aburrieron de matarlos en masa y sin riesgo fue en Cataluña, recordémoslo una vez más, porque hace falta.
En la Barcelona de la última guerra civil española coexistieron (es un decir) dos gobiernos, el del Frente Popular, presidido por Negrín, y el de la Generalitat, presidido por Companys (otro decir, porque los que mandaban en él eran los pistoleros anarquistas). Ni Sánchez es Negrín (para empezar, este era doctor de verdad), ni Torra Companys, pero, por si acaso, la Conseja de Ministras celebrada el viernes se apresuró a anular retrospectivamente el consejo de guerra que condenó a muerte a Companys, supongo que para tranquilizar a Torra y quizás a Puigdemont, tan empeñados ambos en parecerse a Companys.
Creo que no hacía falta el gesto (al que el Govern ha respondido con una despiadada pedorreta). Nadie va a fusilar a Torra ni a Puigdemont, ni siquiera a Sánchez. A Jordi Sánchez, quiero decir, que se apresuró a presentar, desde la trena, el encuentro de Sánchez y Torra como cumbre capituladora entre dos gobiernos nacionales. Por cierto, es así como se imaginaba ETA el fin del «conflicto vasco», como encuentro y capitulaciones entre dos gobiernos (militares), español y vasco, que traerían la paz para los dos y la independencia para el segundo. A los añorantes de un pasado de guerras civiles y fusilamientos, les conviene leer lo que escribe a propósito de los nostálgicos de las viejas lecherías italianas Alessandro Baricco en su último ensayo («The Game», Einaudi, 2018): «En un tiempo tan veloz abrimos locales que son citaciones de las lecherias de antaño. Es nuestra manera de decir adiós al pasado, metabolizándolo. Que no se diga que no somos unos tipos geniales». Es lo que han hecho en Barcelona Sánchez y Torra, citarse a sí mismos como Negrín y Companys, metabolizándolos a la manera de los caganers.